Jaime Torres supo contarme que, de visita a su pueblo natal, se encontró con viejos amigos de la infancia. Y a qué te dedicas, le preguntaron y Jaime le respondió que era charanguista. Todos lo somos, le respondieron. Yo soy agricultor y toco el charango, dijo uno, yo soy sastre y también, dijo otro, pero ¿a qué te dedicas?

 

Ricardo Alancay, tejedor oriundo de Barrancas, podría contar una historia parecida, al igual que los celebrantes vestidos con plumas de suri ante la imagen de San Juan. Y es que la división social del trabajo no es una característica de las culturas campesinas, entre ellas la nuestra, la andina.

En un hogar de campo todos pastoreaban, esquilaban, hilaban, tejían y celebraban para las fiestas o ejecutaban algún instrumento para el carnaval, tal vez por la sencilla razón de que no había dinero para comprar lana ni para contratar músicos, y del mismo modo se me hace que podemos no encontrar una tajante separación entre las disciplinas teologías y las estéticas.

 

Homero le hace decir a Héctor, ante una mala señal del destino, que “el mejor agüero es combatir por la patria” y dice antes, lacónico, que “me sería difícil, no siendo un dios, contarlo todo”. Cito al Poeta porque entiendo que la ciencia de los dioses no puede sino comprenderse en los hechos mundanos, y dado que no podemos decirlo todo a la vez, es mejor que digamos al menos algunas cosas.

 

Dijimos en la entrega anterior que la pintura rupestre de Cueva del Indio puede ocupar el lugar de nuestro poema épico, no tanto por narrar hechos heroicos sino porque su relato, de alguna manera, se desglosa a lo largo de nuestra historia del arte, y no porque la origine en un sentido de causa y de efecto, sino porque al verlos en conjunto se resignifican mutuamente.

Hablando de la imaginería cristiana, mencioné la comedia Aurora en Copacabana, de Calderón de la Barca. Trata de un drama real, el de Francisco Tito Yupanqui (1550/1616) al hacer la imagen de la Virgen de la Candelaria. La hechura de Yupanqui no fue del gusto de la imaginería europea y se la rechazó. Se le decía que era fea, mal hecha. Esto es en si toda una definición, no de la obra sino de aquello que tenemos por bello.

 

Lo veremos pronto, por el momento digamos que Tito Yupanqui viaja por el Alto Perú visitando talleres para aprender el oficio, y hasta quiere pagar a quien pudiera dorarla para que así sea digna del altar, pero sigue siendo rechazada hasta que el mismo Dios, en uno de sus milagros, la hermosea al modo de las Madonas españolas. Entonces pasa a ser una de las Vírgenes más veneradas del mundo andino.

 

Podría pensarse que Yupanqui no era un mal escultor, sino que ejercía su arte como lo heredara de sus mayores, que lo aprendieron antes de la conquista española. Y dijimos que el concepto de belleza es medular dentro de cualquier relación de sometimiento. Un pueblo sometido no hace cosas bellas ni sus gentes lo son, sino las de los opresores.

Hoy día vemos secuelas de este hecho en las elecciones de las reinas estudiantiles, donde suele elegirse a la única rubia de la escuela, sea linda o no lo sea. Y no es un mero hecho de racismo, es que lo bello es un bien que le pertenece a quien ejerce el poder. Con él encandila, del mismo modo que Evita sabía que los vestidos de Christian Dior eran importantes para el empoderamiento de sus grasitas.

 

Los ojos azules de Juan Manuel de Rosas, que llegaron a los mismos altares con su retrato, fueron uno de los argumentos de su liderazgo, aun cuando se lo consideraba como el más gaucho de los hombres. De este modo, la apropiación de lo bello ajeno termina siendo una herramienta contra la misma civilización opresora, cosa que en la entrega anterior dijimos con respecto a la imagen de Santiago.

 

Yupanqui, ya que no podía ni pretendía liberar a su raza, aceptó la belleza ajena, que tan generosamente le ofrecía Dios, para acceder con la imagen de Copacabana a los altares donde las wakas estaban prohibidas. René Machaca nos recuerda, sin embargo, que “en Copacabana, el antiguo ídolo adorado por los Yunguyos parece haber permanecido firme frente al avance de los Incas y posiblemente haya sido reverenciado por ellos, como una de las principales Huacas del lago sagrado Titicaca hasta la llegada de los europeos”.

Varios siglos después de esa Copacabana de Tito Yupanqui, cuando nuestra provincia se hallaba invadida por las tropas de la Confederación Peruano Boliviana, Pablo Méndez encuentra en el Abra de Punta Corral una piedra que entiende que es la Virgen de Copacabana. Las persecuciones que sufriera don Méndez acaso tengan que ver con que esa advocación mariana protegía al ejército enemigo, pero no nos detendremos en ello.

 

Lo que acá nos interesa es que, en ese año de 1835, en medio de un contexto bélico cuya carne de cañón principal fue, como suelen serlo, los campesinos, al recibir protección divina el hombre la encuentra en la forma de una piedra. La piedra subsiste hasta nuestros días dentro de la imagen de la Virgen que baja en la peregrinación pascual a Tumbaya.

 

Las piedras fueron, también, objetos de veneración prehispanos, deidades acaso parecidas a las del gusto de Tito Yupanqui. En todo caso, illas que se corresponden a esa espiritualidad antes que a esta religión, pero en la que Pablo Méndez no dudó en reconocer a la Virgen María en su versión de la Candelaria, que en esta parte del mundo se funde con la de Copacabana.

 

Pasaron ciento y pico de años hasta que una mujer, devota de esa imagen, no pudo ya peregrinar a Punta Corral dada su salud. Vivía en el paraje de Cuchillaco, cerca de Humahuaca. El esclavo de la Virgen de Punta Corral le regala una estampita con la imagen, que ella llevará a su casa. Cierto día, aparece a la puerta de la casa de esta mujer un hombre a quien atiende con compasión anfitriona.

 

Como pago, el hombre le ofrece realizarle una imagen inspirada en esa estampita. Dice el relato que parecía ser de piedra, y la dueña de casa, al irse el hombre, entiende que le dejó mucho a cambio de albergue y comida. Sale a buscarlo para pagarle, pero ya no lo encuentra, nadie en las cercanías lo ha visto. El imaginero es parte del milagro, y la Virgen de Cuchillaco hoy baja a Humahuaca, en procesión, una semana después de las Pascuas.

 

La imagen-piedra se repite por doquier en nuestra región. Alonso Sánchez sabía recordar que, en sus visitas pastorales por la Prelatura de Humahuaca, no faltaba el vecino que le mostraba una piedra en la que veía un santito. El religioso concedía que pudiera parecérsele, y el feligrés, buscando más datos, no tardaba en preguntarle a cual Santo creía que correspondía.

 

Pero en la década del setenta sucede otro hecho. Los esclavos de la Virgen de Punta Corral no quieren que su imagen siga bajando en procesión a Tilcara, y se la llevan a Tumbaya. La parroquia tilcareña encarga a Edmundo Villarreal una réplica para su procesión, que es la que actualmente se venera.

Edmundo Villarreal era el padre de Ana María, más conocida como la Sayo por sus rasgos orientales. Fue esposa de Mario Roberto Santucho, fundador y líder del ERP. Ana María, en la conferencia que los guerrilleros prófugos de Rawson dan en el aeropuerto de Trelew, es la muchacha embarazada. A los pocos días la fusilan y, al recibir la noticia, su padre talla el conocido como Cristo Guerrillero, entronizado en la capilla del Abra de Punta Corral hasta que fuera destruido en la década del ochenta.

 

Dos hilos siguen estos relatos: la puja por el concepto de belleza, en este caso de la representación sagrada, que para Yupanqui fue el drama de su vida y el milagro divino (tras el milagro, el imaginero talla otras siete imágenes al modo bello de Europa. Una es la que da nombre a la playa carioca, otra se cree que es la Candelaria de la iglesia de Humahuaca). La piedra de Pablo Méndez y el aspecto pétreo de la de Cuchillaco parecen referirse a la misma pervivencia de una estética precolombina.

 

El otro hilo argumental está referido a la representación religiosa en un contexto bélico, originado acaso en la invasión española relativamente reciente en tiempos de Yupanqui, pero que tiñe más directamente el milagro del Abra de Punta Corral cuando la contienda entre las provincias acaudilladas por Juan Manuel de Rosas y las dirigidas por el mariscal Santa Cruz, que reaparecerá cuando Villarreal talle su réplica en medio de la violencia política de los años setenta.

 

La épica, entendida como la lucha de los pueblos por su libertad, la estética, señalada como la lucha por la preeminencia de un concepto de belleza entre opresores y oprimidos, y la teología, en tanto que relato de la participación divina en la historia humana, nos permiten un nuevo acercamiento al estudio que nos proponemos completar.