Oh, viajero, si andáis por los caminos y ves, a lo lejos, un hilo

azul de humo, sácate el sombrero, se está haciendo la vida.


La cocina es una arquitectura singular, una catedral animada: empieza por el batón de la abuela, azul, con flores blancas que se están moviendo constantemente; le siguen esos como desprendimientos de la piel de un ángel: su aroma, ese perfume tan a amor, a continente vasto. Continúa por –posiblemente– una peineta que aprisiona sus suaves cabellos nevados (como el camino de las termas de Reyes a las lagunas de Yala). La sostienen unas pantuflas marrones como el pelaje del perro más fiel. Y luego sus manos (“como pájaros en el aire”), armadas de la más tremenda ternura: un cucharón de mango gastado, una cuchara de madera como una varita de director de orquesta y el cuchillo, el de ella, no otro, macerado por sus yemas y sus años, por ese cariño que no comprende pero que la rebasa y la vuelve usina del mundo, de ese mundo tan nuestro.

Pero esa mujer también fue madre, y fue esposa, y tuvo un novio, un amor que, antes de besarla, seguramente, le convidó algo rico. Que cuando se fueron a vivir juntos él hizo un asado para el grupo. Y también cuando ella un día enfermó, él le preparó un plato sanador y le llevó la comida a la cama. Y a veces, cuando las estrellas los llenaban de luz, mientras uno picaba las verduras el otro amasaba. Y hubo tiempos en que no alcanzaba para todos y se guiñaron el ojo furtivamente y dijeron: “ya comimos, coman ustedes”, o “me duele el estómago, mejor no como”, o “estoy llena, prefiero un mate”; y el mate, silencioso amigo, con apenas unos chistidos soportaba el dolor e iba diseñando sueños para estar mejor.

Ese lugar fue siempre el universo íntimo de la construcción de eso que llaman “subjetividad”: con escenografía de ollas de fierro, tablas de picar, el morterito, los jarros que hablaban de trabajadores y miserias, y el mantel de plavinil donde el puñetazo predecía la justicia social que –seguro– algún día llegaría. Allí fuimos hechos casi todos, sí, del maíz o del caldo caliente en los inviernos, de la raspa i l’olla como premio, esa costrita quemadita que quedaba de los guisos, o ese olor a pan tan sensual en las mañanas, que luego supimos que era igual a aquel primer amor. Somos constituidos con comidas y con palabras. Porque las sobremesas en la cocina, ese ámbito inconmensurable, siempre fue, es y será el lugar más esencial de la filosofía.

Saber viene de sabor. Por eso comer no es solamente ingerir alimentos; comer es ser. La vida es un camino: estética-ética-política; es decir, en síntesis: me gusta (elijo), le doy un contenido (valor) y obro en consecuencia (me constituyo). Pero fundamentalmente es “con el otro”. El acto de comer es la dialéctica de la vida, es dar y recibir. Por lo general, los grandes amores comienzan con un convite, por más sencillo que éste fuere. El arte culinario es precioso, en su sentido simbólico, socio-cultural, pero sobre todo afectivo.

Alejandro Carrizo

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