Raúl Gutiérrez

El pacto de los olivos

Buenas tardes, joven, soy el cura de Coipán, que es el nombre de este caserío acurrucado en los Andes jujeños. ¿Qué hace por estas soledades? ¡Ah es geólogo, y se confundió de camino! Le sugiero que entremos a la iglesia, pronto anochecerá y el viento está muy frío. No, no es un problema que usted duerma aquí, compartiremos mi habitación. En esa cama duermo yo, pero además tengo un excelente catre. Puede guardar sus cosas en el ropero, que tiene la luna deteriorada; quizá esté fatigada de reflejar la imagen ajada y fantasmal de este viejo de pelo y barba blancos, y algunos dicen que los ojos azules iluminan el rostro. Sí, soy alto y para algunas cosas, aún fuerte. Ahora que acomodó sus cosas, cenaremos. Debe estar cansado, acuéstese cuando lo desee. En cuanto termine con los platos, también me acostaré. Creo que al ser tan temprano, nos cueste conciliar el sueño, en todo caso encenderé una vela nueva, porque el generador de electricidad hace un tiempo que no funciona y por ello duermo con el brasero prendido. Sé que es peligroso, pero tomo la precaución de dejar entornada la ventana, y como estamos en junio es inevitable que se cuele un aire glacial.

Nos hemos quedado en silencio, quizá usted quiera dormir y yo, imprudente, con mi conversación no lo dejo ¿No tiene sueño? Perdóneme, pero me alegra, pues me da la oportunidad de conversar con alguien que no es de este pueblo. ¿Desea que le cuente algo de mi vida? Bueno, pero cuando se aburra dígamelo. Nací en Galicia y, siendo muy joven, comenzó la terrible guerra civil donde combatí del lado Republicano. Terminada la contienda escapé a Francia, y luego pude ir a Méjico. Allí, cansado de tanta crueldad, y a pesar de la edad, logré que me admitieran en un seminario hasta mi ordenación como sacerdote. Luego de oficiar unos años en Méjico, me trasladaron a una iglesia en Buenos Aires. Allí estuve, hasta que algún sermón les pareció inconveniente, y como castigo me enviaron a este lugar, adonde llevo más de treinta años.

 Disculpe que interrumpa el relato, pero necesito pensar sobre algo importante, ¿me permite? Bien, ya está, se trata de un tema serio para mí y he tomado una decisión. ¿Querría usted ser el depositario de un secreto? No, no lo compromete de manera alguna. ¡Me alegra que acepte! Espere un poco. No, no se preocupe, puedo agacharme todavía, ya que necesito buscar debajo de este viejo mueble. ¡Aquí está!, por favor sepa disimular mi ansiedad, pero esperé tanto tiempo. No, usted quédese tranquilo, ya me levanté, es que no distingo bien en la estremecida luz de la habitación. Me sentaré en la cama para estar más cerca de la luz. Como puede ver, es una funda y debo tratarla con cuidado porque hace años que la guardé. ¿Me haría el favor de sostener la vela para poder abrirla? Gracias. Mire usted, estas hojas amarillentas para mí son un tesoro y también, uno de los motivos de mi desengaño con las iglesias organizadas y los teólogos.

Estas tres hojas que le entrego son los restos de un libro impreso clandestinamente en Zurich en el año 1558 y luego traducido al español. Por favor lea la última página. ¿Qué le pareció? ¿Interesante? Mientras estudiaba en Méjico, buscando un libro en los estantes de la biblioteca, encontré el estuche, discretamente lo oculté y me lo llevé. Desde entonces, siempre estuvo conmigo y fue mi gran secreto. Esas hojas son una reproducción de otro Evangelio muy antiguo, rechazado por apócrifo en el Concilio de Nicea. Le ruego me perdone, pero ni siquiera le pregunté si le interesa la cuestión o si usted es creyente y podría ofenderse. ¿En serio? Me alegra que no tenga problemas religiosos. Voy a servirme un vaso de ginebra ¿Usted quiere? No, no se levante, yo se lo alcanzo. Si me permite, y sé que no soy para nada original, trataré de reflexionar sobre un personaje del nuevo testamento injustamente calumniado: Judas Iscariote. En las hojas que leyó, se narra de modo diferente el papel de Judas respecto a Jesús.

Resumo el contenido: la verdadera historia tiene como fundamento un pacto celebrado entre Judas y Jesús en el Monte de Los Olivos, al que llamo “El Pacto de los Olivos”, por el cual Judas deberá aparecer como un entregador ante los otros apóstoles, las autoridades romanas y el Sanedrín. Pero Judas es un Zelote o Celote, y pertenecía a ese grupo bastante conocido, que mediante las armas quería expulsar a los romanos de sus tierras, pero, para que ello ocurriera, la colaboración de Jesús resultaba importantísima, ya que su nombre inspiraba respeto en la gente, y su prisión actuaría como un catalizador, provocando una insurrección del pueblo en contra de los gentiles. Pero, a pesar de la popularidad de Jesús, había mucha gente de otros lugares más apartados que no lo conocían, y por ello se debían apurar los tiempos, ya que era indispensable que Jesús fuera apresado en Pascua, fiesta que congregaba a miles de personas en Jerusalén. Sólo leeré la respuesta de Jesús al pedido de Judas, y que cierra el pasaje: “…Jesús quedó un tiempo en silencio y pensativo, hasta que mirando a los ojos a Judas le dijo: así sea, te ayudaré en tus propósitos. Luego, ambos se levantaron y Judas abrazó agradecido al señor y le preguntó: ¿Es un pacto Rabí?, ¿Dudas de mi palabra? –replicó Jesús– y besó en la mejilla a Judas Iscariote”.

Bueno, sigo: según narra la Biblia, durante la celebración de la cena pascual en el cenáculo, Jesús, habló sobre diversos temas a los doce apóstoles, y dijo que uno de ellos lo traicionaría. Según la letra de los evangelios, después de la cena, Judas se había retirado conminado por Jesús, quien le habría dicho “Lo que tengas que hacer, hazlo presto”. ¿No le parece que el tono empleado en estas últimas palabras no implica un reproche, sino más bien suena como una orden? Yo creo que con esas palabras, Jesús indicaba claramente –de modo críptico para el resto de los apóstoles– que había que empezar a actuar de acuerdo a lo pactado. Continúo con la narración. “Después de la cena Jesús salió y, según su costumbre, se dirigió al monte de los olivos y los discípulos lo siguieron. Todavía estaba hablando Jesús con los once discípulos, cuando llegó mucha gente, y entre ellos se hallaba Judas. Preguntaron, quién era Jesús y éste habría contestado de viva voz que era él, a pesar de ello, insistieron en la pregunta, y a pesar de identificarse por segunda vez, y como aun dudaban, Judas se adelanta y le da un beso en la mejilla a Jesús, como señal de que era aquel a quien buscaban.

Aunque no sea razonable, la versión de los evangelios tiene una clara intención, ya que al beso, como símbolo del amor humano, si se lo usa para traicionar a un amigo, aquel se degrada, cayendo, quien dio ese beso, en la peor de las infamias. Continúo: Cuando Jesús es “entregado” por Judas a los soldados y autoridades del Templo, aquel se mantiene impasible ante su prisión y, convencido de su destino de enviado divino, se deja conducir resignadamente hacia la muerte. Antes de la crucifixión de Jesús, Judas es violentamente recriminado por sus compañeros Zelotes y, al no cumplir Jesús su promesa, Judas no resiste esta defección que lo sume en la más profunda tristeza y desesperanza, ya que era mucho el amor y la confianza que había depositado en Jesús, y desconsolado decide matarse, ahorcándose de la rama de un árbol.

¿Quiere que continúe? Muy bien, entonces tomemos un poco más de ginebra. A pesar de que estoy acostumbrado a este clima, siento cada vez más el frío y en los inviernos no hay nada más reconfortante que un trago de este sol cautivo en la botella, para calentar el cuerpo y templar el espíritu. ¿Le interesan las treinta monedas de plata? Con esta historia, se persigue el mismo fin, ya que para que la “traición” sea completa y más artera, era necesario que los teólogos incorporaran el dinero, envileciendo aún más la figura de Judas. Piense que Jesús murió por amor a los hombres. Supongamos que así fue. Pero, en cambio, Judas murió voluntariamente, y por su propia mano, aún antes que Jesús, con el corazón transido por el insoportable dolor que le infirió la traición de éste.

Lo importante es que por esas horas en Jerusalén hay dos cadáveres íntimamente vinculados: uno, el de Jesús, crucificado por su idea mesiánica, y el otro, el de Judas, que se cuelga de la rama de un árbol que, a ratos, el viento mece como un fruto maduro. La pregunta es clara ¿Quién es el traidor, Judas o Jesús? Está bien, está bien, no me conteste, pero al menos prométame que lo pensará. No, no hablo de mala fe en Jesús, a quien considero un hombre fuera de lo común, de admirable sabiduría y con un elevado sentido moral, pero que sucumbe ante una idea fantástica que lo obsede, y que es creerse no solo el enviado de Dios, sino él mismo Dios.

¿Si Jesús incurrió en algún pecado? Bueno... la mía es una opinión muy personal, pero creo que el gran pecado de Jesús fue la soberbia. ¡Espere, espere un poco! ¿No es que no le importaba la religión? Entonces, déjeme que le explique. No hablo de la soberbia vulgar, mediocre, típica de un hombre común, que es ostentosa e insolente. No, joven, en este caso se trataba de una soberbia mucho más ambiciosa y refinada, que sutilmente se disfrazaba de virtud: la humildad. En Jesús la vanidad apuntaba mucho más alto; aspiraba y alcanzaba las cimas más elevadas de su Ser. Pero, para que ello ocurriera, Jesús necesitaba acercarse a la gente afligida para tratar de consolarla y recibir por ello su agradecimiento, y así su alma se nutría con esa devoción incondicional. Su ego se expandía y respiraba a pleno pulmón, alejándolo interiormente –aunque resulte paradójico– de esa misma gente. En verdad creo que se amaba demasiado. Estoy seguro que en el paroxismo de su soberbia, se dejó conducir a la muerte. Y pienso que, en su atroz agonía, su espíritu refulgió como nunca antes. Al fin reinaba en plenitud.

A pesar de lo dicho, no debemos olvidar nunca que era un hombre, simplemente un hombre; y si no recuerde las palabras de Jesús en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. En ellas se revela toda la fragilidad de su naturaleza humana, y por ello debemos tener para con él una profunda y sincera piedad. No, no se aflija, estoy algo agitado nomás, creo que es por los temas sobre los que estamos conversando. Bueno, ya pasó. Usted quizá piense que lo que digo es sólo el producto de las fantasías de un viejo cura a punto de enloquecer, puede ser… pero no esté tan seguro. Estos ojos que usted, en esta habitación a media luz, adivina que lo miran, han visto demasiadas cosas. Sin duda que todo lo que digo es una herejía, porque me alzo contra el dogma; pero no por ello soy el Gran Heresiarca de la Puna, que desde este remoto caserío hará temblar los cimientos del Vaticano. ¡Bueno, creo que por lo menos logré arrancarle una sonrisa!

Mire, joven, esta noche usted fue el sacerdote. ¿Le parece poco que me haya confesado con usted? Me resultaba necesario liberarme del horrible sentimiento que me ahogaba. ¿Si seguiré ejerciendo mi tarea sacerdotal, cuando ya no creo en ella? Debo decirle que desde hace unos años me encuentro enfermo, y últimamente el mal ha avanzado, de modo que a mi edad y con la salud precaria, poco me queda por hacer. Ahora, contestando a su pregunta, le digo que a pesar del escaso tiempo que me queda de vida –tan corto como el cabo de la vela que aún arde sobre la mesa– y después de esta catarsis, algo tengo que hacer. No, no me ofendo, tiene razón, resulté ser tan impostor como yo digo que fue Jesús. Estoy seguro, amigo, que llegó la hora de sacarme la máscara; ya empecé con usted. Ahora, le sugiero que tratemos de dormir algo, pues, a través de la ventana se insinúa una tenue claridad.

Mi estimado amigo, llegó el momento de despedirnos, y no me juzgue tan mal por todo lo que escuchó. Tengo que decirle que, a la orilla de la muerte y con una moneda debajo de mi lengua, pesa sobre mi alma la convicción de que, en el transcurso de mi existencia, mi querer fue el gran ausente. ¿Habrá sido debilidad de carácter o es el sino de todo hombre? A esta altura de mi vida no puedo engañarme, siempre estuve con la boca llena de palabras inútiles, las manos y el corazón vacíos pero anhelantes y parado sobre la nada. Creo que mi “vivir” no pasó de ser un mero gesto, un leve ademán. He sido una hoja que el soplo de otras voluntades arrastró a su arbitrio. En fin, estoy convencido de que uno cree vivir porque la esperanza es la gran coartada de la vida. Bueno, basta de palabras vanas, no lo demoro más ¿Me permite que lo despida con un abrazo?, gracias, tome el estuche, creo que lo dejo en buenas manos, y de usted depende el destino de esos papeles. Le deseo un buen viaje mi querido “teólogo”.

Antes de un mes regresó el geólogo con un acompañante. Esta vez se detuvo cerca de la iglesia, y rápidamente encaminó sus pasos hacia ella. En la puerta encontró a un joven sacerdote a quien le preguntó por el cura español. El joven, meneando la cabeza, le contestó que habían tenido problemas con aquél y, bajando la voz dijo, parece que enloqueció, y por ello me enviaron para ver qué pasaba, de modo que puedo contarle lo que ocurrió. Hace un par de semanas, al mediodía, el anciano reunió a todos los hombres y mujeres del pueblo en la plaza. Vestido con su eterna sotana y un báculo en su mano derecha, les habló con voz potente, y alzando el cayado como una lanza, les dijo que su tarea como cura terminaba allí, porque había descubierto que la iglesia y los sacerdotes no servían. Lo que tenían que hacer era regresar a sus antiguas creencias, como la tierra, el sol, la lluvia, y a la naturaleza toda; que esas sí eran buenas, pues ayudaban a la vida de los hombres y no los torturaban con falsas culpas. Después, irguiéndose en toda su estatura y con la sotana flameando por el recio viento, como un pendón enlutado, dijo: “hagan lo que yo les digo y serán más felices”.

Luego giró y con paso enérgico tomó por un sendero que conduce a los páramos del este. Don Benigno, que era su amigo, lo corrió un trecho y a los gritos le preguntaba: “padrecito, padrecito, ¿para dónde te estás yendo?, ¿volverás?”. No le contestó, ni siquiera se dio vuelta. Todo el pueblo quedó en silencio y mirándolo, hasta que su figura se convirtió en un punto oscuro en la inmensidad de la puna. No, hasta ahora no sabemos nada. Pero es mucho tiempo para que un hombre de su edad resista en esas tremendas soledades y con este frío. Me siento muy mal, a pesar de que traté de disuadirlo. Cuando el geólogo emprendió el regreso hacia la capital, su ayudante le inquirió “¿Es verdad que era un cura ateo? ¿No era?, y lo único que puede decirme es que era una persona buena y honesta pero atormentada, y que se ilusionaba con una iglesia renovada en donde los sacerdotes tuvieran una bondad y comprensión tan grandes como su desencanto. ¿Eso es todo lo que puede decirme? El conductor no le contestó. Un cielo bajo y gris aplastaba el paisaje. El geólogo recorrió con mirada nublada el interminable desierto que encanecía. Había comenzado a nevar.