Libertad de expresión
(o algo así)
A veces uno cree que la voz y las palabras son suficientes. Que con el compromiso, con
la verdad, con las convicciones alcanzan. Que si hablás con respeto, si argumentás, si no
caés en el golpe bajo ni en la chicana, podés ser escuchado y respetado.
Pero no.
Hay quienes no toleran la verdad aunque venga dicha con la mayor templanza.
Hay quienes no soportan que señales lo que se tapa.
Hay quienes no quieren voces: quieren silencios.
Y yo no soy un silencio.
La semana pasada, en mi editorial homenaje, principalmente recordando a un amigo que
nos dejó, también dije lo que veía.
Dije lo que sentí y lo que me parecía correcto.
Dije lo que muchos me habían dicho en mensajes, en la calle, en charlas privadas: que
lo que está pasando no está bien. Que se está perdiendo humanidad.
¿Y qué pasó?
Me quedé sin trabajo.
No por faltar a mi rol. No por faltar el respeto.
Me quedé sin trabajo por ejercer el derecho más básico que tiene cualquier persona que
se para frente a un micrófono con honestidad: decir lo que siente y lo que piensa.
Sin mentiras. Sin guión. Sin manual.
Me comunicaron la decisión con la frialdad con la que se manda una factura.
A través de mensajeros.
Sin debate.
Sin posibilidad de explicar.
Como si mi voz fuera un problema a resolver, un obstáculo para sacar del camino.
Como si quizás los sentimientos fueran una amenaza.
Libertad de expresión (o algo así)
Vivimos en una sociedad donde nos enseñan, desde muy chicos, que la libertad de
expresión es un derecho sagrado. Que podemos decir lo que pensamos, que nadie puede
callarnos, que las ideas —por incómodas que sean— tienen derecho a circular. Nos lo
repiten en los actos escolares, lo firman en tratados internacionales, lo escriben en las
constituciones.
Pero basta con levantar la voz para descubrir que esa libertad tiene asteriscos.
Condiciones.
Límites tácitos.
Zonas prohibidas.
Entonces, ¿qué es lo que realmente tenemos?
¿Libertad de expresión… o algo así?
Porque hay algo que no se dice con la misma fuerza: que esa libertad empieza a flaquear
cuando el discurso deja de ser funcional. Cuando las palabras ya no decoran, sino que
marcan cosas. Cuando la opinión no adorna, sino cuestiona. Cuando el que habla no
busca agradar, sino decir lo que duele.
Ahí cambia todo.
La libertad de expresión, en los papeles, es universal.
Pero en la práctica, muchas veces es un privilegio.
Una comodidad reservada a quienes no molestan.
Una tolerancia frágil, siempre condicionada por el humor de la persona de turno en una
silla o por lo que alguien le haya contado.
Y no solo hablo del poder político. También el económico. El mediático. El social.
Si no cualquier poder que se siente intocable y reacciona con violencia cuando alguien
osa invocarlo.
Porque la palabra, cuando es libre, es peligrosa.
Porque una verdad dicha en el momento justo puede desarmar la maquinaria entera.
Por eso la censura rara vez se presenta como tal.
Viene disfrazada.
De “corrección”.
De “diplomacia”.
De “cuidar las formas”
De “no generar conflicto”.
De “respetar la línea editorial”
Así, lo que empieza siendo libertad, termina en autocensura.
Gente que aprende a callarse antes de hablar.
Periodistas que esquivan ciertos temas para no perder el trabajo.
Ciudadanos que bajan la voz en la sobremesa por temor al escándalo.
Y no es que no piensen.
Piensan. Sienten. Se indignan.
Pero callan.
Y ese silencio se vuelve costumbre.
Y esa costumbre se vuelve norma implícita.
Y de a poco, lo que era derecho se transforma en miedo.
En resignación.
Claro que hay libertad para decir cualquier cosa… mientras no sea algo que afecte
intereses.
Mientras no denuncie lo que se quiere tapar.
Mientras no toque nombres propios.
Mientras no cuestione lo establecido.
Entonces sí: dale, hablá.
Opiná.
Desahogate.
Indignate.
Pero hacelo dentro del marco eh?
Con los márgenes claros.
Sin salpicaduras.
¿Y qué pasa cuando no se cumplen esas condiciones?
Cuando alguien cruza la raya de lo “permitido” —aunque no haya insultado, aunque no
haya mentido—, la respuesta es rápida: Exclusión, cancelación, desprestigio, amenazas
y despido.
Y, en algunos lugares del mundo, prisión o muerte. (Que estoy seguro que a algunos
dictadores de radio les encantaría).
Porque cuando la palabra molesta de verdad, la reacción es brutal.
Pero nadie lo dice así.
Se usan eufemismos.
“Controversia”, dicen.
“Exceso”, dicen.
“Se fue de tono”, dicen.
Y así, se convierte en sospechoso el que habla, no lo que dice.
El que molesta y no el que oprime.
El que grita, no el que provoca el grito.
¿Libertad de expresión?
Sí, claro.
“O algo así”.
Entonces uno empieza a entender que el verdadero valor de ese derecho no está en
repetirlo, sino en ejercerlo incluso cuando duele. Incluso cuando incomoda. Incluso
cuando tiene consecuencias.
Porque hablar libremente en un clima de comodidad no es valentía.
Valentía es hablar cuando sabés que podés llegar a perder algo.
Cuando sabés que te van a señalar.
Que te van a querer hacer callar.
Que te van a acusar de exagerado, de conflictivo, de “agresivo” también.
Pero lo que muchos no entienden —o no quieren entender— es que la libertad de
expresión no es para proteger lo fácil de decir.
Es para proteger lo difícil.
Es para garantizar que lo que nadie quiere escuchar, pueda decirse igual.
Y que el que lo diga no quede solo.
Ni silenciado.
Es ahí donde se pone a prueba la salud democrática de una sociedad.
No cuando se celebran las palabras lindas, sino cuando se toleran las incómodas.
Porque si el precio de hablar es perder, entonces no estamos hablando de libertad.
Estamos hablando de permiso.
Y el permiso, cuando depende de la conveniencia de algunos, no es derecho.
Es control.
Por eso cada vez que alguien se anima a hablar y le cobran caro el atrevimiento, algo en
todos nosotros debería encenderse.
Porque hoy le toca a uno, y mañana puede tocarnos a todos.
La libertad de expresión, o es de todos, o es de nadie.
O es sin condiciones, o es una ficción.
O se defiende siempre, o se pierde para siempre.
Y si no la defendemos ahora, cuando todavía se puede hablar —aunque con costos—,
después será tarde.
Después no va a haber nada que decir.
Ni nadie que escuche.
Entonces sí.
Libertad de expresión.
O algo así.
Pero si es solo “algo así”, no alcanza.
¿Sabés qué?
A mí no me pueden silenciar.
Apareció un nuevo medio.
Una radio que no me pidió suavizar el discurso, al contrario.
Una radio que no me preguntó “No queremos que hables de tal o cual cosa”, sino que
me dijo:
“Acá se viene a decir la verdad. No nos interesa otra cosa.”
Y ese gesto, en este contexto, es revolucionario.
Porque hoy tener libertad en un medio es una rareza.
Y esta radio, esta nueva casa, me abrió la puerta justo en el mismo momento que me
echaban de otra con una frase que no voy a olvidar jamás:
“No importa lo que acaba de pasar. Si querés, empezás mañana mismo acá.”
Y con eso me dio a entender que acá no se castiga la palabra, se la celebra.
Creo que esa es la gran diferencia de trabajar con profesionales
Así que, para los que lo creían o lo querían, la respuesta es SI. No voy a seguir haciendo
radio. Voy a seguir SIENDO radio.
Voy a seguir haciendo programas.
Y lo voy a hacer con ustedes del otro lado.
Ahora, Nos vemos a La Vuelta por La Vuelta Radio
Con la misma voz.
La que no se calla.
La que no negocia.
La que no pide permiso.
Porque si molesta, es porque dice algo verdadero.
Y si duele, es porque toca una herida.
Y si incomoda…
Mejor.
Eso significa que estamos vivos…