Germán Walter “Churqui” Choquevilca

TILCARA

 

Cáliz de luz, fecundo sueño a tus plantas un río de salitre,

doncella con ajorcas de esmeralda.

A tus plantas un río de salitre,

otro río de cuarzo a tus espaldas,

y allá a lo lejos, entre el mar y el cielo,

la hidrográfica cimbra del Huichaira.

 

Pupila del ocaso interminable.

Suelo indio, sepulcro de la raza.

Desde la noche oscura del incario

hasta el alba naciente del mañana,

custodiarán el sol de tus umbrales

los enhiestos cardones del Pucara.

 

Matriz del viento, origen de la sombra.

Ofertorio otoñal de las calandrias.

¡Duerme la siesta del maíz fecundo

sobre el tálamo gris de tus pizarras!

Hasta que el hombre de la mano ruda

abra en surcos la paz de tus entrañas.

 

Abre tus brazos al rosal latino;

no levantes ni cercos ni murallas,

que tus mollares le den sombras y abrigo

al criollo, al europeo y al aymara,

y que lleven tu nombre por el mundo,

muchacha azul, princesa americana.

 

Cuando el verano te devuelva el río

y tus noches se enciendan de guitarras,

un cortejo de grillos escondidos

prenderán de tu nombre un pentagrama.

Y desde el verde lampazar nocturno

un coro anfibio entonará tu nombre:

TIlcara.

 

 

PRIMERA LLUVIA DE OCTUBRE

 

Rompió su verde corazón de octubre

en vellones oscuros de tormenta.

Tenía de horizontes verdes

la escondida matriz de la arboleda.

 

Una ilusión de pájaros tardíos

columpió las torcidas madreselvas.

Negros silencios colgaban de las sombras

como oscuros pendientes de culebras.

 

El trueno fue una larga dentellada;

el relámpago, los músculos del hombre,

y las manos del hombre una plegaria

en la tarde mural de las almendras.

 

Tenían los ojos honduras de mollares

y los pechos recintos de colmenas.

Parecían luciérnagas las rosas

y eran negros pañuelos las goteras.

 

 

ENTONCES

 

Cuando era la luna nueva,

se fue quedando tu ausencia

por las aristas azules

de los corrales de piedra.

 

Cuando era mujer la luna

con un pañuelo de seda

prendido entre los pechos

y anudado en las caderas.

 

Cuando la luna era un río con olor a yerba buena

y en los mollares en sombra

se escondían las estrellas.

 

Cuando las noches azules

tejían enredaderas

con los dedos del rocío

sobre un telar de tinieblas.

 

Entonces, mi niña, entonces

se durmieron tus ojeras

sobre dos gotas de llanto

y un romance de azucenas.

 

Entonces sentí en la carne

el puñal de tu inocencia

y la lluvia de tus ojos

mojándome las arterias.

 

Entonces toqué el silencio,

el corazón de la niebla.