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Marcelo Lagos

La Historia argentina según Lanata

El periodista quiere “hacer historia” pero sólo logra un sorprendente ejercicio de superficialidad y desconocimiento

Marcelo Lagos*

      Con más de 140.000 libros vendidos del primer tomo“Argentinos. Desde Pedro de Mendoza hasta la Argentina del Centenario” y la quinta edición del segundo, que lleva como subtítulo “Siglo XX: desde Yrigoyen hasta la caída de De la Rúa” (Ediciones B; tomo 1, 2002 y tomo 2, 2003) queda demostrado no sólo el poder de convicción de los comunicadores sociales al momento de ofrecer su mercadería, sino también la avidez del público por encontrar en la historia alguna respuesta a sus angustias actuales.
      Lamentablemente los libros de Lanata defraudan y creo que no sólo a los que tenemos por profesión la historia. Centraré mi comentario en el primer tomo, pues en él se marcan las pautas seguidas en toda la obra.
      El autor toma como modelo de explicación un estilo desarrollado desde la literatura con dosis histórica por Eduardo Galeano en su “Memoria del fuego” o Eduardo Belgrano Rawson en “Noticias secretas de América”, es decir una serie de apartados, viñetas o apostillas, que si bien siguen algún orden cronológico, no tienen necesariamente una interconexión temática. Los objetivos de Galeano y Belgrano Rawson no son los de Lanata, los primeros quieren hacer literatura, el periodista quiere hacer historia, la “verdadera”, la “acallada”, según manifestara reiteradamente en la promoción de su obra. Lo que logra es una historia video-clip, de imágenes rápidas y sueltas, pero sin sustancia de fondo, donde todo está tratado a medias. Esto concuerda evidentemente con la definición del propio autor  cuando dice ”Si la Historia es algo, es una desordenada colección de sueños...”  (p. 16).
      Otra línea que influye en Lanata es la también comercial historia-curiosidad, al estilo Norberto Alonso Piñero, José García Hamilton o Pacho O’Donnell. Donde el “destape” de aspectos oscuros,  sorprendentes, insólitos y  anecdóticos, se convierte en un fin en sí mismo. Una historia sin una carga significativa en lo interpretativo, sin problemas ni preguntas.
      Esto se verifica en el tratamiento de los personajes. El autor trata de “humanizarlos” a través de facetas algo ocultas de su personalidad, entonces escarba en su sexualidad, vida sentimental, pasiones e intrigas, vejez y soledad. Claro que como en toda historia que pretende abarcar tanto, ninguno de los personajes que trata logra pasar del estereotipo. Así pues, tenemos un Moreno “revolucionario”, un Rosas “soberano” o un Urquiza “intrigante”.
      Si bien no se comprende cuál es el criterio para realizar una subdivisión en capítulos, ya que salvo un número que los identifica no poseen casi coherencia interna, los subtítulos de éstos, de claro contenido actual en su gran mayoría, son originales. “El primer trabajador” se refiere al indígena en la colonia; “El agua y el fuego” alude a la muerte de Moreno; “La aduana paralela” al período separatista de Buenos Aires; “Gente como uno” a las elites y redes familiares de fines del siglo XIX o “Sonría lo estamos filmando” a la visión de algunos extranjeros sobre los argentinos. El estilo irónico que prima en el texto condice con los subtítulos y se vuelve ácido al momento de tratar personajes o situaciones que irritan al autor.
      El esquema de información y redacción se repite a lo largo de todo el texto, en cada apartado sigue las ideas de un autor, a veces dos, que son los que le dan la estructura de la idea que desarrollará. Dado que no tiene ningún tipo de trabajo empírico (léase trabajo de archivo) toda la documentación citada es édita y casi en su totalidad de segunda mano, esto no es históricamente incorrecto. Sí lo es, cuando se hace una cita de cita y no queda claramente indicado. A modo de ejemplo: en el “Desencuentro de Guayaquil” se cita a dos historiadores, uno peruano, otro colombiano, Paz Soldán y Restrepo, que evidentemente el autor no leyó sino a través del texto en el cual se basa “El conflicto y la entrevista de Guayaquil” de Vicente Fidel López, sin embargo esto no tiene ningún tipo de aclaración.
      Es llamativa la falta de actualización bibliográfica, evidentemente a Lanata lo tienen sin cuidado los debates historiográficos de los últimos tiempos, o se intuye que los desconoce. Una vez más un ejemplo: cuando encara el tema del gaucho hace una descripción tradicional y repetida, ignorando los importantes aportes y discusiones que se han producido desde las Universidades de Buenos Aires, Centro de la Provincia de Buenos Aires (Tandil), La Plata y Luján. Claro, allí no se podrá nutrir del anécdotario que lo atrapa. La historia argentina actual anda por caminos muy distantes que el periodista desconoce. Entonces, lo supuestamente moderno, contestario, perturbador del discurso histórico que se promete no es más que un reciclado de cosas tratadas por la historiografía tradicional.
Cita a historiadores actuales de reconocido prestigio, Halperin Donghi, Scobie, Botana, etc., pero llamativamente no se encuentran citados en la bibliografía consultada. Lo mismo sucede con innumerable cantidad de libros (novelas, ensayos, etc.) citados a medias en el texto. Así se priva al lector interesado de los datos necesarios si desea consultar o profundizar sobre algún tema en particular. Parece que para Lanata la bibliografía fuera un confuso sinónimo de fuente histórica. Resulta extraño que en éste y otros tantos aspectos, con los recursos, contactos y medios técnicos de los que suponemos dispone, no haya echado mano de un historiador profesional para buscar asesoramiento.
      La Historia Argentina es para el periodista la historia de la ciudad de Buenos Aires y ocasionalmente su campaña. Como en los viejos manuales de la secundaria, el Interior aparece ocasionalmente, como interrumpiendo, cuando algunos acontecimientos se desplazan hacia otras regiones. Así el Norte existe sólo cuando se desarrolla la guerra por la Independencia; Cuyo cuando San Martín prepara el Ejército de los Andes; la Patagonia cuando hay que eliminar a los indios. Hay apartados completos dedicados al Cabildo de Buenos Aires, la construcción del Puerto Madero o el Palacio de Justicia y ni una línea a regiones interiores. En esto Lanata no supera la tradicional visión “porteñocéntrica”, mirada que predominó indefinidamente hasta que en los últimos tiempos, y con la aparición de nuevas historias generales del país, se ha intentado revertir.
      Otra cosa que llama la atención, por lo menos conociendo las inquietudes del autor en su rol de periodista, es la escasa atención a lo que denominaríamos genéricamente sectores populares. La ausencia de estos actores sociales; como el tratamiento del tema indígena, a los que llega a caratular como salvajes (p.99), supongo que en un lapsus evolucionista; o la visión tradicional del papel de la mujer; dejan serios interrogantes en el lector sobre la percepción progresista de Lanata sobre el pasado.
      Por el contrario hay mucho espacio dedicado a las elites, donde equilibradamente comparten igual interés la construcción y manejo del poder, con el siempre presente anecdotario sobre costumbres, ritos, escándalos y personajes de prototipo. Temas de importancia e irrelevantes (por lo menos en la forma tratada, lejos estamos de pensar que lo cotidiano sea intrascendente históricamente hablando) entremezclados, sin una medida propuesta para que comprendamos qué es lo importante a la hora de ir a la exploración del pasado.
      No deben crearse expectativas de cambio para las 671 páginas del segundo tomo, del que diré sólo dos palabras para no extender los límites del comentario.
      Las manchas de sangre en la tapa sugieren que el XX ha sido un siglo mucho más violento que los cuatro anteriores que analiza en el primer tomo y esto es una falacia histórica, sólo los muertos de las Guerras de Independencia, civiles y del Paraguay superan holgadamente las tragedias del siglo pasado. No se nos confunda, no pretendemos hacer contabilidad con asunto tan terrible, pero no es posible falsear los datos históricos por el hecho de la sensación de piel que da haber sido coetáneo (o protagonista ) de determinados acontecimientos.
      Los temas siguen con el mismo tratamiento superficial, anecdótico, sin hipótesis conductoras, sin posicionamientos claros, a manera de ejemplo hágase un seguimiento del tema del peronismo o la guerrilla.
      En las reflexiones pretendidamente filosóficas del cierre, donde busca el yo, Lanata habla una vez más de los argentinos, pero para describirlo con ligereza, piensa en las características psicológicas del porteño (o mejor dicho de cierto tipo de porteño), quizás las de él mismo. Exagerados, simuladores, teatrales, está convencido que todos llevamos en nuestra naturaleza el portar una máscara de apariencia. Trata el tema de la identidad con tal liviandad, carente de las más mínimas herramientas aportadas recientemente desde la sociología y la antropología cultural, que prefiere concluir dudando de nuestra verdadera existencia...
      Este comentario no está escrito desde la envidia que provoca el éxito editorial, aunque confesamos que cualquier historiador profesional quisiera tener un uno por ciento de los lectores de Jorge Lanata, sino desde la impresión que causa toparse con un texto sin mayor significado cuando se lo publicita como una Nueva Historia (así, con mayúsculas). No es que los historiadores nos creamos apoderados del pasado, estamos acostumbrados a que Clio sea deseada y pretendida por todos, y que ella, generosa, se acueste y despierte con muchos. Lo que lamentamos es que a algunos les provoque “sueños desordenados” y ella quede irremediablemente insatisfecha.

*Unidad de Investigación en Historia Regional. UNJu.






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