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Laura Barberis

La pavada nacional

Unos pocos pensamientos sobre la historia, el presente y la Argentina que nos supimos conseguir, o armar, o reventar; el lugar en el que vivimos y al que siempre le decimos este país.

      Para nuestra delicia, Leopoldo Marechal imaginó a Juan de Garay puteando a los habitantes de la ciudad de la yegua tordilla, en la que hoy por hoy se estuvo festejando al dichoso Bicentenario. Yo sí que no puedo imaginar el estupor del descubridor si se asomara a una Avenida 9 de Julio por la que campeó la parafernalia homenajeadora de todo el país, más el folklore, más el tango y también las bandas del rock nacional, cerquita nomás de donde él inventó, probablemente con un palo cualquiera, un mojón fundador en medio de un paraje casi selvático.
      En estos días la celebración del Bicentenario se convirtió en un verdadero torrente de información, convocatorias a los olvidados historiadores vernáculos, recuerdos, notas, entrevistas, citas, comentarios, videos, películas y homenajes de todo tipo que los medios reflejaron -y repitieron- implacablemente; más los actos en  escuelas, colegios y universidades y en todas las instituciones que quisieron (todas) aportar lo suyo y no quedarse afuera de la exaltación.
      Y aunque los significados del Bicentenario, planteados como están, me resulten bastante abstrusos no me puedo abstraer de la cuestión, pero claro, si pienso en el país tal como está, más que a 1810, remito a las dos últimas décadas del siglo XIX, cuando la dirigencia de la época, a pesar de lo brutal y elitista, era culta, culta en serio y, sin embargo, no se les ocurrió no ya planificar un país para todos, sino organizar todo un país. (Aclaro que he pasado las dos terceras partes de mi vida en Jujuy que, de tan del interior, casi está afuera del mapa real).
      Y desde aquí, en tantos años de mirar cómo funcionan las cosas, veo que siempre la tendencia, cualesquiera fueran las ideologías y métodos que sustentaran los gobiernos democráticos o de facto, fue concentrar el poder, los recursos, las decisiones en gobiernos excluyentes, centrales y, sobre todo, muy ignorantes, con escasa o nula capacidad de trabajar en equipo con los gobernadores, salvo en algunos de los años de Perón y, quizás, en los amagues coherentes de Frondizi y de Íllia, distintos pero coherentes, pero a ninguno le alcanzaron los tiempos para que ese aspecto se encaminara y disparara el inicio de un cambio estructural.
      Y hoy vivimos en un país, empobrecido y deteriorado a límites inimaginables antes de la globalización, con una muy revulsiva y acelerada crisis social, mal inserto en un mundo que también es otro; pero con la tenacidad de los mandatos ancestrales, Argentina funciona cada vez más como un animal tan, pero tan macrocéfalo, que ya no puede levantar la cabeza ni para pestañear, no hablemos de pensar.
      Claro que el Bicentenario, como el animal cabezón y la vida misma, tiene un montón de cosas que también están en el medio, se me ocurre que la más emotiva y la que convoca a tanta gente a salir a la calle a festejarlo, está vinculada a la identidad, a la propia, a la de cada uno, a cuando éramos chiquitos y en la escuela nos explicaban lo de los paraguas, la lluvia, la valentía y cómo tiramos aceite en las invasiones inglesas y qué valientes que fuimos para liberarnos de la tiranía de España, también nos decían que las Malvinas eran argentinas y que el país, como ninguno, era un crisol de razas. Y como en todas las cosas un poco de verdad hay en todo eso. Un poco. Porque las Malvinas no son argentinas y el crisol de razas mantuvo cuidadosamente en el último escalón social, durante dos siglos, a los aborígenes y sus descendientes. Claro que si uno ve asomarse una bandera azul y blanca en cualquier paraje desolado de la Cordillera, se emociona, más o menos, pero se emociona.
La verdad es que el Bicentenario se cumple en un país que deja mucho que desear y mi protesta por aquello de la macrocefalia y la dinámica coparticipativa cada vez más esquizofrénica y sin sentido, tiene el condimento de que al animal lo apacentaron y lo siguen haciendo un montón de dirigentes del interior que, generación tras generación, del partido A o del partido B, van a Buenos Aires, período tras período, sin tener la capacidad de sentarse a debatir, organizar y planificar un país más lógico. Y la pavada nacional, la pavada argentina, se extiende en todas direcciones como la amenazadora mancha del petróleo que se les escapó últimamente en el Golfo de México.
      Quizás la pavada nacional empezara a menguar si, por ejemplo, a los candidatos se les exigiera que estuvieran algo más que alfabetizados y que para poder integrar una lista fuera condición ineludible recorrer el país antes para conocerlo y después para pedir los votos, aparte de presentar declaración jurada, antecedentes penales y certificado de salud mental con pronóstico incluido, porque esa es otra, cuando más o menos les funciona, ya en el poder, empiezan a delirar.
      El Bicentenario ahora tiene noventa esperanzados años por delante en los que a lo mejor los argentinos como nación puedan revertir el designio de la pérdida constante y la corrupción creciente y si no, habrá alguna (o algún) cronista local haciendo una nota sobre los tres siglos de la pavada nacional.






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