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Osvaldo del Grosso

La política antropófoga

Osvaldo Del Grosso

      Nuestro país sigue transitando con lentitud casi agónica, el ineludible camino de maduración hacia la anhelada condición de sociedad democrática adulta. En un contexto histórico amplio, estos últimos veintiún años de democracia sin interrupciones golpistas, constituyen un verdadero hito desde 1930. Esta suerte de prolongada “pax romana” de nuestra república, aún así no es más que un breve suspiro en el trabajoso y extenso tránsito que  falta para alcanzar la definitiva consolidación de nuestras instituciones. Me parece por ello oportuno analizar cierto rasgo colectivo, que nos aleja de ese objetivo tan necesario.
      Como derivación natural de la juventud e inmadurez de nuestra democracia, acostumbramos ser impacientes o exigentes en demasía respecto de lo que el Estado puede brindarnos. En contramano a lo que la mayoría supone, en nuestro País la presión impositiva, y desde ya el cumplimiento del pago de impuestos, es proporcionalmente muy inferior a la de países del primer mundo. Pagamos tarifas del tercer mundo, cuando lo hacemos, y pretendemos servicios de calidad del primer mundo.
      La viveza criolla de engañar al Estado, aunque con menor virulencia que en otras épocas , sigue teniendo una importante y tácita aceptación social. Este escenario ha sido abonado por cierta dirigencia populista, afecta a los “si” express, alérgica a la austeridad, sinceridad y responsabilidad , e incapaz de decir “no” cuando corresponde. El resultado de ese facilismo ha sido una descomunal deuda pública, una excesiva expectativa popular sobre el rol del Estado, el descrédito de la instituciones y una población supernumeraria e ineficiente de agentes públicos. Hemos olvidado que el Estado debe volver a ser el esfuerzo convergente de los ideales y acciones colectivas. Lejos de eso, lo hemos tratado como al enemigo al que hay que sacar la mayor ventaja posible, y como al padre sobreprotector que debe atender más allá de sus posibilidades a los caprichos de sus hijos adolescentes. La cultura del trabajo, la ética del deber y el esfuerzo individual, han cedido terreno frente al facilismo, la demagogia, y la mediocridad .
      En una anómalo proceso de disociación, focalizamos al Estado como a una entidad ajena y hasta opuesta a nosotros mismos, y no como a un espacio apto para aunar actitudes solidarias y construir un proyecto en común.
      Como caníbales irreflexivos, “devoramos” con ferocidad al Estado del cual deberíamos sentirnos parte, para luego pretender que vuelva a caminar cual imperturbable Lázaro. Más, estos ciegos ejercicios de canibalismo vernáculo no concluyen allí. Ultimamente se ha puesto de moda cierto revival setentista, impulsado por algunos nostálgicos de ideologías fracasadas en el mundo entero.
      En un poco serio proceso de negación de la realidad, parecen no entender que mal que nos pese el capitalismo, como sistema económico que mejor canaliza el egoísmo y codicia del hombre, ha enterrado sin pena ni gloria las utopías revolucionarias de nuestra juventud política. En el otro extremo de este caloidoscopio bochinchero, hemos de soportar a los infaltables sicarios a sueldo del sector financiero (autodenominados “economistas”), adoradores deshonestos del becerro de oro de la doctrina neoliberal noventista, y del estado desertor que casi destruyó a nuestra sociedad.
      Ni los unos ni los otros: debemos exigir el franco desafío de un capitalismo nacional comprometido, con fuerte y cristalina presencia del Estado en su indelegable papel regulador y propiciador de la inversión privada y el progreso social. A los falsos profetas de ambos bandos no les conviene comprender que la enorme mayoría de los argentinos prefiere ubicarse en las antípodas de los extremismos inconducentes. Nunca compartimos las cárceles abiertas del “Tío” Campora, liberando a los asesinos de izquierda, ni los indultos y leyes de Alfonsín y Menem, premiando a los asesinos de izquierda y derecha.  Porque todos ellos, más allá de esgrimir pomposas y vacías ideologías, fueron solo eso: despreciables asesinos que pretendieron hacernos creer que una sociedad puede edificarse sobre el odio y el resentimiento.
      En el tema tan en boga de la inseguridad pública, también oscilamos el péndulo del humor colectivo de un extremo a otro, coherentes con nuestro proverbial desapego al equilibrio. En un rincón de este cuadrilátero, se ubican los partidarios de la pena de muerte, pretendiendo desconocer la raíz humanista y cristiana de nuestra sociedad. En el otro extremo del ring, tenemos una nutrida legión de “progresistas”, que tienen la osadía de sostener que los asesinos, secuestradores y violadores en realidad no son responsables de sus actos aberrantes. Según ellos la culpa es colectiva : de la pobreza, del Estado, de la exclusión , de la suegra o del viento norte, y por ello es “inhumano” o superfluo aplicarles la debida pena a esos criminales. Todos tenemos el deber de trabajar por una sociedad más justa y equitativa. Creo que la pobreza y la humildad no son sinónimos de violencia, ya que los verdaderos pobres y humildes no suelen delinquir. Los asesinos son asesinos, los hacedores son hacedores, y así sucesivamente, independientemente de la situación socio-económica que les toque vivir.
      Nos siguen lanzando tierra a los ojos, para nublar nuestra conciencia y alejarnos de la necesaria mesura. Pretenden hacernos olvidar las enseñanzas de nuestra historia, que debe alumbrar el presente, y de los tiempos aciagos en que la sociedad civil fue rehén de los extremistas y los violentos. Son los caníbales de nuestro pasado, y quieren hacernos repetir los errores y horrores del mismo en vez de aprender de sus aciertos.
      En este complejo y diario aprendizaje de la vida en democracia, en esta titánica odisea hacia la reconstrucción de nuestra nacionalidad, deberá ser un objetivo común desoír los engañosos cantos de sirena de estos hijos de la eterna transición, que a popa y proa de nuestro navío agitado por el vigoroso oleaje de la historia, nos incitan a caer en actitudes destempladas, en extremismos de un pasado oscurantista, y en tentaciones antropófagas de una sociedad que lucha por dar a luz a su definitiva identidad.






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