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Carlos Monterroso

Los problemas del cristianismo

El problema católico
      Hace diez años comenzaron a hacerse públicos miles de casos de curas católicos que abusaban sexualmente de menores a su cargo. El Vaticano debió pagar centenares de millones de dólares para detener los procesos judiciales, al tiempo que admitía la acusación. El problema aqueja a varios países del mundo, también a Argentina, como es de público conocimiento y de público olvido. Cada viaje al extranjero del Papa comienza con la pesadilla de ser recibido con pancartas vergonzosas en cada aeropuerto. Sacerdotes y obispos renuncian y aceptan públicamente sus “pecados” (un eufemismo también vergonzoso). El propio Papa está en la mira, no sólo porque su hermano está comprometido en estos asuntos sino porque el actual pontífice presidió durante casi 25 años la Congregación para la Doctrina de la Fe, otro eufemismo para nombrar a la que todos conocemos como La Sagrada Inquisición, que de ella se trata. Ratzinger era el responsable de sancionar o excomulgar a los cientos de sacerdotes católicos denunciados por cometer abusos sexuales, pero sólo guardó un silencio cómplice.
      O un silencio histórico. Porque la tradición católica de relaciones sexuales entre curas y niños se viene ejerciendo prolijamente al menos desde el siglo XIV. Y esto no ocurre tan sencillamente porque el sacerdocio católico es una excelente vocación para quien no sabe cómo resolver valientemente sus problemas sexuales, sino que ha sido apuntalado por un papa, un tal Juan XXII. Este mercader sembró la vida católica de todo tipo de impuestos, incluido el pago de dinero para obtener la absolución de los pecados sexuales que cometían los curas. Sin embargo, “si sólo los comete con niños o animales, y no con hembras, la multa se reducirá en cien liras”, como cuenta Humberto Eco en El nombre de la rosa. Cuando tuve oportunidad de comentar estas minucias a un conocido obispo argentino, me contestó con una amplia sonrisa: “¡Qué maravilla! Pese a esos pecados la Iglesia ha permanecido 2.000 años. ¿No es grande Dios?”.
      Esta innoble costumbre católica de esconder la cabeza debajo de la tierra se expresa también en la prohibición del uso de preservativos (en épocas de SIDA y embarazos adolescentes) y en la permanente negativa a sentarse a la mesa para ver qué hacemos con los 1.300 abortos diarios que hay en Argentina. La comunidad podría organizarse para ofrecer un menú de opciones a la mujer que está por abortar y quizás podríamos mejorar la cosa. Pero la respuesta de la Iglesia es, también aquí: no hagamos nada, dejemos todo como está.
      A mediados del siglo XX, un fuerte viento humanista produjo -entre otras cosas- que las celebraciones católicas se dejaran de hacer en latín; los curas giraron y dejaron de celebrar de espaldas a la gente, en más de un sentido. Luego de tres papas renovadores (el último, Juan Pablo I, que unía los nombres de sus antecesores, murió en circunstancias sospechosas al mes de iniciado su mandato), el Vaticano volvió a enfrascarse en purismos doctrinarios y en alianzas con poderes demasiado terrenales, como había sido la tradición católica desde el siglo IV. El escándalo del Banco Ambrosiano (ligado a negocios mafiosos y armamentísticos) más la notoria complicidad católica con las dictaduras latinoamericanas fueron aislando al Vaticano de las corrientes humanistas que se estaban consolidando hacia fines del siglo pasado. Muchos de esos humanistas, paradójicamente, habían surgido de la renovación católica que truncó Juan Pablo II y su hombre de confianza, Ratzinger, el actual papa, quien acaba de celebrar una misa en latín, por si alguien no hubiera entendido cómo viene la mano.

      Los problemas del catolicismo están tan a la vista y tan en carne viva que no vale la pena extenderse mucho en ellos. Baste recordar que cien mil alemanes abandonan formalmente la fe católica cada año y diez mil latinoamericanos huyen del catolicismo cada día (en su mayoría, hacia otros cristianismos).
      El atisbo de comprensión que aparece cuando se observa la tarea de Caritas se desvanece cuando uno se entera que, en Argentina, Caritas funciona primordialmente con fondos del Estado. Y de ese mismo Estado provienen los sueldos de los curas, correspondientes al sueldo de un juez de la Nación. Además, claro, les bancamos los colegios católicos, donde mejor se sienten los curas pedófilos.

      Afine el ojo, querido lector, porque este artículo no es una denuncia sino que nos dirigimos hacia intentar comprender un tema extremadamente delicado: ¿son estas inmoralidades resultado de algunos pecadillos cometidos por un puñado de prelados? ¿O son los frutos inevitables de la tradición y la teología cristianas? ¿Las crueldades y perversiones del catolicismo han ocurrido porque se desoyeron las Sagradas Escrituras o porque se las siguió puntillosamente?

 

El problema no es sólo católico
      Si me acabo de ganar mil millones de enemigos (los católicos), procedo ahora a acreditarme otros tantos: los mil millones de cristianos no católicos.
Porque algún ex católico un poco distraído podría creer que estos  problemas son sólo vaticanos. Si bien es cierto que el fraile católico Martín Lutero rasgó la unidad del cristianismo occidental debido a la vergonzosa voracidad económica de Roma (más un par de motivos largos de contar), al poco tiempo Isaac Newton y David Hume sufrían la persecución luterana y escribían con pseudónimos para evitar la hoguera protestante. Los gobiernos con sede en Washington, que llenaron el mundo de napalm y misiles, eran profundamente cristianos, pero no católicos. Y se arrogaron el “deber” de aniquilar millones de vidas en nombre del dios cristiano, que es el mismo que el judío y bastante parecido al musulmán. El dios de la Biblia es un dios que condena a los “infieles”. Antes y después de Cristo, dentro y fuera del Vaticano, mirando o no a la Meca. Es cierto que el dios del Islam es más pacífico que los otros dos, pues no impone la tarea de convertir paganos y sólo ataca a los que vienen a molestar.
      La mayoría de las logias y buena parte de las dictaduras occidentales abrevaron en la Biblia cristiana para justificar sus objetivos y para consolar sus almitas. Lo peor del asunto, es que la mayoría lo hacían con sentida religiosidad (cristiana). No se trataba de hipócritas que simulaban cristianismo y por dentro eran lobos ateos. No. Eran cristianos de pies a cabeza, de bautismo a extremaunción, de confesión semanal y devotos de alguna de las centenares de vírgenes cristianas. Y si no eran católicos eran cristianos hasta la médula, con la cruz en el cuello, la Biblia en la mesa de luz, emotivos cánticos dominicales y un perfectirijillo orden divino rodeando sus vidas. Además, no me va a creer, la mayoría de ellos conversaban diariamente con el mismísimo Jesús de Nazareth.

 

El pensamiento mítico no es el problema
      El racionalismo ha creído refutar al cristianismo al demostrar que la Tierra no tiene cinco mil años -como dice la Biblia- sino cinco mil millones; que el humano desciende de algún primate y que no fue creado súbitamente por un dios; que la resurrección es un hecho no probado y además, desconocido. Y mil etcéteras. Es decir, el racionalismo ha desautorizado al cristianismo porque dice que está solamente montado sobre leyendas, sobre cuentitos imposibles de creer. Para colmo, cada año que pasa los científicos descubren nuevas falsedades históricas de la Biblia.
      En mi opinión, no es éste el problema del cristianismo. Todas las cosmogonías incluyen leyendas y cuentitos. El propio racionalismo incluye el cuentito de que todo tiene una causa, que nada ocurre porque sí. Y, aunque el propio Occidente ya ha demostrado que la causalidad no es un principio universal (Einstein versus Bohr, Heisenberg y otros, 1935), el racionalista sigue afirmando su identidad en ese cuentito de la causalidad, en la leyenda de que la razón puede dar cabal cuenta de lo que ocurre (“la fe en la inteligibilidad del mundo”, Einstein), debe no sospechar que su actividad intelectual es una sofisticada forma de negación (Nietzsche, Freud y otros), del mismo modo que el cristiano se afirma en la autoría divina de la Biblia.
      Hace muchos años que los científicos racionalistas de Occidente saben que “Dios juega a los dados y, además, esconde algunos” (Stephen Hawking, 1975), tanto en el mundo subatómico como en el macrocosmos. De modo que cualquier sistema de conocimiento que aspire a dejarse llevar por las olas de la comprensión puede -o aun debe- incluir posicionamientos no racionalistas como parte de su estrategia. Es por eso que, con inesperada naturalidad, reconocidos profesionales jujeños incluyen a la Pachamama en algunos análisis de la realidad. Saben que una franja de los acontecimientos tiene la melodía del “porque sí”. Entonces está legitimada la incorporación de dioses y leyendas para dar cuenta de esa parte del ocurrir que no está regida por la causalidad ni es cabalmente procesable por el intelecto.
      De modo que, desde mi punto de vista, no es un obstáculo para la legitimidad del cristianismo que la Biblia sea predominantemente legendaria y que relate sucesos que jamás ocurrieron (e incluso que los relate al revés de como ocurrieron).
      Así que dirigiremos nuestra mirada más bien hacia tratar de entender qué tipo de visión del mundo apuntalan los cuentitos de la Biblia, funcionales a qué cosmogonía son las leyendas bíblicas. ¿Se trata de leyendas edificantes que conducen hacia la armonía entre los humanos, que premian las relaciones fraternas, que abrazan las diferencias entre razas y creencias para construir un mundo sin guerras ni rivalidades? ¿O son cuentitos para remarcar las diferencias, para arengar a la tropa antes de atacar al pueblo de al lado y para mandar al Infierno a los que no piensan como nosotros?
Los líderes de estos cuentitos, los buenos de la película, ¿son personas nobles con buenas costumbres sexuales y respetuosos de los demás? ¿O serían capaces de andar por ahí borrachos y desnudos (Noé), de matar al esposo de la amante para desmalezar los caminos de la lujuria (el rey David) y también capaces de matar a un hermano para acceder a un trono (el rey Salomón)?
La occidentalísima violencia entre los pueblos, entre las personas e incluso dentro de cada persona, ¿ha ocurrido a pesar de la Biblia o alentada por ella?

 

El problema del Antiguo Testamento
      El principal problema del cristianismo quizás resida en el Antiguo Testamento, un conjunto de libros que forman la primera y también la mayor parte de la Biblia cristiana.
Para el lector común, que no la ha leído, la Biblia representa quizás un dulce sendero que conduce al Amor. Pero se trata más bien de una receta para el odio, el maltrato y el resentimiento, al menos para nuestra mirada moderna. De hecho, debo recomendar a las personas muy sensibles que salteen las líneas siguientes, que contienen citas de la Biblia, el libro sagrado de todos los cristianos, la palabra del mismísimo Dios.

  • “Pagarás vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe.” (Éxodo 21, 23-25)
  • “El que maldiga a su padre o a su madre, morirá.” (Éxodo 21, 17 y Levítico 20, 9)
  • Yahvé ordena matar a los primogénitos: “Y hubo grandes alaridos en Egipto, porque no había casa donde no hubiera un muerto.” (Éxodo 12, 30)
  • “Procederé en contra de vosotros con ira, y os castigaré aún siete veces por vuestros pecados. Y comeréis la carne de vuestros hijos, y comeréis la carne de vuestras hijas (…) y pondré vuestros cuerpos muertos sobre los cuerpos muertos de vuestros ídolos, y mi alma os abominará.” (Levítico 26, 28-30)
  • “Y se enojó Moisés contra los capitanes del ejército (…) y les dijo: ¿Por qué habéis dejado con vida a todas las mujeres? (…) Matad a toda mujer que haya conocido varón.” (Números 31, 14-17)
  • “Yahvé nuestro Dios lo entregó y lo derrotamos (…), y destruimos todas las ciudades, hombres, mujeres y niños; no dejamos ninguno.” (Deuteronomio 2, 33-34)
  • “De estos pueblos que Yahvé te da por heredad, ninguna persona dejarás con vida, sino que los destruirás completamente.” (Deuteronomio 20, 16-17)
  • Al hijo rebelde y díscolo que no obedece a sus padres: “Todos los hombres de su ciudad lo apedrearán hasta que muera.” (Deuteronomio 21, 18-21)
  • A la mujer que no llegue virgen al matrimonio: “La llevarán a la entrada de la casa de su padre y los hombres de la ciudad la lapidarán hasta que muera.” (Deuteronomio 22, 21)
  • “Y destruyeron a filo de espada todo lo que había en la ciudad (Jericó), hombres y mujeres, jóvenes y viejos, hasta los bueyes, las ovejas, y los asnos.” (Josué 6, 21)
  • “Así conquistó Josué todo el país (…) sin dejar ni un superviviente; todo lo que tenía vida lo mató, como Yahvé, el Dios de Israel, le había ordenado.” (Josué 10, 40)
  • “Destruye todo lo que tiene, no tengas compasión de él (de Amalec); mata hombres y mujeres, niños y lactantes, bueyes y ovejas, camellos y asnos.” (I Samuel 15, 3)
  • “¡Capital de Babel, feliz quien pueda devolverte el mal que nos hiciste, feliz quien agarre y estrelle a tus niños contra la roca!” (Salmo 137, 8-9)
  • “Pues así dice Yahvé: he decidido emborrachar completamente a todos los habitantes de esta tierra, a los reyes sucesores de David en el trono, a los sacerdotes y profetas y a todos los habitantes de Jerusalén, y los estrellaré a cada cual contra su hermano, padres e hijos a una, sin que piedad, compasión ni lástima me quiten de destruirlos. “ (Jeremías 13, 13)
  • “Y los contaminé con sus propias ofrendas, haciendo que pasaran por el fuego a todo primogénito, a fin de infundirles horror, para que supiesen que yo soy Yahvé.” (Ezequiel 20, 26)
  • “Efraín está herido, su raíz seca, ya no darán más fruto. Aunque den a luz, haré morir al tesoro de su seno.” (Oseas 9, 16)
  • “Samaría es culpable, porque se rebeló contra su Dios. Caerán a espada, sus niños serán estrellados, y sus embarazadas abiertas.” (Oseas 13, 16).
  • “Porque tú eres pueblo santo para Yahvé tu Dios; Él te ha elegido para serle un pueblo especial, más que todos los pueblos que están sobre la tierra.” (Deuteronomio 7, 6)

      Los curiosos van a encontrar en la Biblia muchas más citas semejantes y otras relacionadas con incestos, onanismos, canibalismos, abortos, traiciones. La lectura reflexiva del Antiguo Testamento sorprenderá también por el hallazgo de innumerables señales de teología que el lector creerá anticristiana, como por ejemplo que el dios se arrepiente de haber creado al humano (Génesis 6, 6).
¿No parece incompatible este dios despiadado e iracundo con lo que fantaseamos cuando decimos “cristiano”? Sin embargo, sólo una de las 500 confesiones cristianas (los marcianitas) ha considerado herético al Antiguo Testamento, por los motivos que están ahora a la vista del lector. Para los otros cristianismos parece no haber incompatibilidad. Es que no la hay. Sólo ocurre que el lector quizás tiene una idea errada acerca de cuál fue exactamente el mensaje de Jesús de Nazareth.

El problema del Nuevo Testamento
     No tenemos mayores indicios acerca del mensaje real de Jesús de Nazareth, ya que su vida sólo fue relatada a partir de la interpretación del “San Pablo” del Nuevo Testamento, quien -sin conocer a Jesús- es el que primero escribe y así influye en los cuatro evangelistas. Estos tampoco conocían a Jesús. Ni siquiera hablaban su lengua ni conocían los lugares de los hechos que relataron. Escribieron los evangelios en base a testimonios orales que habían perdurado a la luz de la interpretación de Pablo de Tarso.
      Los libros que forman el Nuevo Testamento no fueron escritos con la intención de documentar la historia sino que son, con todo derecho, libros de propaganda de una religión, de una ideología, como lo es también este artículo que está usted leyendo; son propuestas de cómo releer y entender ciertas cosas, abandonada ya -al menos en el caso actual- la pretensión de objetividad. Tampoco parecen preocuparse por la objetividad los evangelios, que presentan cuatro relatos distintos e incompatibles tanto del bautismo como de la resurrección de Jesús, por sólo dar un par de ejemplos.
Pero la observación rigurosa de los textos del Nuevo Testamento, aunque se los tomara como verdad histórica y aunque se pasaran por alto las incongruencias, no señalan un gran cambio con respecto al Antiguo Testamento. A cada insinuación de renovación (“el que esté libre de culpa que tire la primera piedra”) sigue una determinación a “no abolir la ley ni los profetas” (en referencia al Antiguo Testamento) y a refrendar la ley del talión (“con el juicio con que juzguéis seréis juzgados”). Jesús se complace al nombrar al rey Salomón y amenaza con el infierno a los que no cumplan la ley de Yahvé, la de apedrear. La buena nueva que trae Cristo no es para todos sino “sólo para los circuncidados”, según Pablo de Tarso, digo yo; según Dios, dicen los cristianos.
      Luego de analizar los textos evangélicos completos, parece razonable concluir que Jesús de Nazareth fue un judío piadoso que, sin patear nunca el tablero del judaísmo, propuso tibiamente una relectura del Antiguo Testamento pero no con el fin de refutarlo sino de confirmarlo, según concuerdan actualmente la mayoría de los estudiosos.
      En cambio, considerar a Jesús como un pregonero del amor universal parece incompatible con los Evangelios: Jesús confirma claramente la división entre buenos y malos, entre los que entrarán al Reino de los Cielos y los que se quemarán para siempre en el Infierno. El perdón no está disponible para todos sino sólo para los que acuerdan con él y con el Antiguo Testamento. En este sentido, todas las hogueras cristianas tienen un legítimo apoyo tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Las crueldades de la Inquisición y de la conquista de América son perfectamente evangélicas y cristianas. La intransigencia casi belicista de la frase “El que no está conmigo está contra mí” no sé si retrata a Néstor, pero seguro retrata a Jesús (Lucas 11, 23). Cristo no traía la paz, hermano.
“¿Piensan acaso que he venido a traer paz a la tierra? De ningún modo. No he venido a traer la paz, sino la división. De aquí en adelante, de cinco que haya en una familia, estarán divididos tres contra dos y dos contra tres. Estará dividido el padre contra el hijo, el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.” (Lucas 12, 51-53)

      La idea de que Cristo ama y perdona a todos no surge de las Escrituras tomadas en su conjunto. Deben eliminarse varias partes de los Evangelios para sustentar el Cristo amoroso que fantasean los cristianos de buen corazón. Los que primero intentaron matar a Jesús no fueron los romanos ni los jerarcas judíos sino los mismísimos vecinos del minúsculo pueblo natal de Jesús, Nazareth. Sorpresa, ¿no? A mí me pasa siempre lo mismo: nunca leo la letra chica de las cosas que firmo. Pero ahí están los Evangelios, vaya a verlos (completos); ninguna mano negra los ha alterado en los últimos 1850 años. Las decenas de evangelios apócrifos no modifican este panorama y, en algunos casos, lo complican.
      Hay que hacer una importante aclaración: nuestros ojos modernos no son los mismos que los de aquella época. Quizás el cristianismo fue en su momento una opción superadora y hasta -forzadamente- “amorosa”. Pero hoy resulta inaceptable -incluso a la mayoría de los cristianos- el discurso condenatorio de Cristo hacia los que no acuerdan con el cruel dios del Antiguo Testamento. Jesús de Nazareth soñaba con imponer la religión judía (la de Moisés y los profetas, la de aniquilar a los enemigos y a sus lactantes) a los otros pueblos de la Tierra. En definitiva, Jesús no pudo escapar a la trampa que conlleva cualquier monoteísmo: la condena o la negación de lo diverso.
      Y debo reiterar que lo único que tenemos es la versión de los seguidores de Jesús, no la de él. Del Cristo ni siquiera existen pruebas que confirmen fehacientemente su real existencia; mucho menos sabemos acerca de qué hizo y qué dijo realmente. Quizás haya sido más cristiano que Pablo de Tarso, puede ser.
      Sintetizando: la amistad con los paganos es imposible para el Cristo de los evangelios. Jesús de Nazareth envía a los no creyentes al Infierno. Y esto es inaceptable para las concepciones humanistas del siglo XXI, incluidas las cristianas. La única forma de superar este embrollo es eliminar innumerables textos de la Biblia y diseñar luego un nuevo cristianismo que decrete la falsedad del dios del Diluvio y que considere herejes a los que encuentren herejes. Ya ve, no hay forma. Parece que nos llegó la hora de evolucionar hacia el politeísmo. Pero una cosmovisión politeísta (como la aymara-quechua) no sirve como sistema de control social, por lo que no sería buena socia de los poderes que tengan aspiración a hegemónicos.

La voltereta teológica de Pablo de Tarso
      Lo que hizo descomunal al Cristo ocurrió en realidad varios años después de su muerte, según creen hoy los investigadores ateos y cristianos, cuando Pablo de Tarso diseñó la voltereta teológica central del cristianismo: el dios del Antiguo Testamento ha enviado a su hijo para sacrificarlo y, gracias a este procedimiento, salva a la humanidad de los pecados. Todo cristianismo tiene aquí su piedra fundamental. Pero, ¿es una piedra sólida?
      Lo que en aquella época podía resultar natural (hacer un sacrificio humano o animal para que algo en el Cielo se desatara) hoy nos resulta, cuanto menos, curioso. ¿Funciona realmente esto de sacrificar animales o humanos? ¿O el dios cristiano más bien se conmueve con nuestras oraciones, nuestro arrepentimiento y nuestras buenas acciones?
      No. Para el mismísimo dios de los cristianos ofrecer a alguien en sacrificio (matar) sigue siendo la receta suprema. Cristo muere para salvar a la humanidad del pecado. Pero, ¿es posible que el dios creador de cien mil millones de galaxias no encuentre otro procedimiento más expeditivo para él mismo perdonar a una de las dos millones de especies que habitan uno de los planetas del universo? ¿Quién imponía al dios que la regla del perdón incluyera sacrificar aquello que más se ama? Pues bien, era una regla bien conocida hace dos mil años y debía conocerla también el dios de Pablo de Tarso.
      Efectivamente, muchas culturas primitivas de toda la Tierra, sin contacto entre sí, llegaron a la convicción de que sacrificar animales o humanos servía para lograr el favor de los dioses. Tanta coincidencia podría ser una prueba a favor de que la transacción que es base del cristianismo (un sacrificio humano logra mover la voluntad del dios) tal vez sea una ley instaurada en la base misma de todo lo que existe. Lo que sigue sin explicarse es que el propio dios recurra a ese procedimiento para lograr activar su propia compasión. Y este es el principal problema teológico de cualquier cristianismo. Y es nada menos que el centro de la teología cristiana.
      Le acepto que me invente el pecado como sistema de control. Vaye y pase. Sin pecado no habría neurosis, ¿de qué vivirían los psicólogos? Le acepto hasta la resurrección, la ascensión al cielo y todas las virginidades que quiera. Eso se puede conversar, eran cosas muy de moda hace dos mil años en cualquier religión como la gente. Pero ¿qué hacemos con este dios que no sabe perdonarnos sin matar a su hijo?
      Hace pocas semanas, en Radio Universidad, durante una entrevista telefónica con Antonio Piñero, experto español en cristianismos primitivos, le comenté que un extraterrestre se sorprendería de saber que una religión considerada moderna tiene su centro teológico en un sacrificio humano. Antonio respondió: “No sólo un extraterrestre. También para nuestra juventud el núcleo del cristianismo es un mito intragable. Es lógico que nuestros jóvenes, sin pensar más, digan ´a mí, esta religión no me interesa´ y entonces busquen otras alternativas. Las personas grandes, en cambio, lo hemos escuchado desde pequeños y ya no nos damos cuenta de lo que estamos diciendo”.

      Este argumento teológico que diseñó Pablo de Tarso fue exitoso durante veinte siglos. Pero ahora, ante nuestros ojos modernos, queda al desnudo que se trataba de una religión sólo humana. Sobre esa religión sin dios se montaron los poderes terrenales pero también los más dulces y genuinos anhelos de conocer a la divinidad y de construir una comunidad de hermanos.
      A pesar de todo, de los amores fingidos a veces nacen hijos de carne y hueso. Y ese hijo no querido se llamó humanismo. Y al primer humanista los cristianos lo llamaron “loco”. El loco de Asís. Francisco ignoraba al dios del Antiguo Testamento. Y había olvidado también algunos párrafos del Nuevo. Tenía una mirada biocéntrica (centrada en la vida, en la naturaleza), frente a la concepción antropocéntrica (el humano como centro y destinatario de la creación) que necesita imperiosamente el cristianismo. Pese a jurar obediencia al papa de Roma, Francisco de Asís inauguró el humanismo no cristiano.

El triunfo del humanismo no cristiano
      El cristianismo, dejado llevar por su propia dinámica, había desembocado en el oscurantismo y en la hoguera. Allí condujeron mil años de cristianismo sin oposición. Y el cristianismo sólo salió de allí obligado por el humanismo, mientras trataba de combatirlo. Hasta los seguidores de Francisco de Asís -los primeros humanistas, más buenos que Lassie- fueron quemados en la hoguera cristiana (también por aquel papa Juan XXII).
      El cristianismo perdió esa batalla contra el humanismo. A su pesar. Y aún no se da por vencido. Cada vez que puede nos vuelve a amenazar con el Infierno, con que los paganos somos pecadores o somos “el eje del Mal”.
      Y cada vez que lo necesita, el cristianismo se disfraza de humanista. Y lo ha hecho tantas veces que hoy “cristiano” puede ser una palabra dulce. Pero su dulzura proviene de los valores humanistas no cristianos, proviene de que ya no les dejamos más usar la hoguera ni apedrear, proviene de que ya están obligados por el humanismo a aceptar con respeto a los paganos. Y los aceptan a regañadientes, cuando no les queda otra, como están comenzando a hacer ahorita con los divorciados, como harán dentro de pocas décadas con los matrimonios gays. Han demorado dos mil años en pedir perdón a los judíos por tantas ofensas. Aún no han reparado la condena a Galileo. Aún envían sus ángeles exterminadores a Irak y a Afganistán. Aún no prohíben a los curas estar cerca de los niños.
      Es que el cristianismo se arroga ser el portador de la palabra del único dios. No puede siquiera considerar la posibilidad de que esté un poquitín equivocado. Y no hay forma humana ni divina de escapar de esta trampa monoteísta. La religión que inventó el perdón no tiene el don de perdonarse sus propios errores teológicos. En el ADN fundacional del cristianismo estaba ya la condena de que no debe nunca evolucionar. Para evolucionar, el cristianismo debería dejar atrás su libro sagrado y su arrogancia.
      El humanismo no cristiano, en cambio, perdona a los cristianos cada día, sabiéndolos presos de una tradición infantilmente soberbia y cómplice habitual de los más ateos intereses. Las convenciones de Ginebra, firmadas por agrios y paganos políticos occidentales, son mil veces más piadosas que la Biblia.
      Es el humanismo no cristiano el que une a paganos, musulmanes, hinduistas y cristianos. También nos une la antipatía hacia la moral del dios del Antiguo Testamento y el cabal rechazo a las perversiones de la jerarquía cristiana que comenzaron hace quince siglos, cuando el cristianismo conoció las ventajas de ser la religión oficial de casi todos los imperios occidentales que han existido.

      Â¿No es hora de inventar una nueva religión? ¿No sería más nuestra una religión que se basara quizás en las palabras y los hechos de Francisco de Asís, Mahatma Gandhi, Martin Luther King, Nelson Mandela? Tendría poco de religión, es verdad, pero tendría muchas posibilidades de ser respetada y de hermanarnos a todos los humanos.
Sin darnos cuenta, ya estamos inventando algo así. Quizás algún dios bonachón y tranquilo nos ha dado una mano. Y la ha retirado luego, para que no se volviera a cometer el error de escribir un libro sagrado.

      Postdata: Muchos e importantes matices de la historia han quedado necesariamente fuera de este breve artículo. Ruego se disculpe tanta simpleza, que aspira a la claridad en la comunicación de una idea que quizás resulte útil. Sé que la simpleza me ha llevado al error. Pero si eliminaba todos los errores, también la verdad se hubiera quedado afuera.

*Es autor del libro Las trampas de Occidente. Conduce el programa La Bruja de las Palabras, que se emite por La U, la Radio de la Universidad Nacional de Jujuy.




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