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Carlos Monterroso

Los libros ya no sirven

      Lo que hacen los libros es desgraciarlo al hombre, créalo. No conozco un solo hombre feliz que lea. Y tengo amigos de todas las edades. Todos los individuos de existencia más o menos complicada que he conocido habían leído. Leído, desgraciadamente, mucho. Si hubiera un libro que enseñara, fíjese bien, si hubiera un libro que enseñara a formarse un concepto claro y amplio de la existencia, ese libro estaría en todas las manos, en todas las escuelas, en todas las universidades; no habría hogar que, en estante de honor, no tuviera ese libro que usted pide. ¿Se da cuenta? No se ha dado usted cuenta todavía de que si la gente lee, es porque espera encontrar la verdad en los libros. Y lo más que puede encontrarse en un libro es la verdad del autor, no la verdad de todos los hombres. Y esa verdad es relativa... esa verdad es tan chiquita... que es necesario leer muchos libros para aprender a despreciarlos.

      Aléjese de los libros. Hágame caso. No va a encontrar en ellos nada que valga realmente la pena. Ningún libro podrá enseñarle nada. Hablo de LOS libros, de LA literatura, esa cosa sagrada (para la cultura occidental) que, pese a las insistencias, no genera muchas simpatías, ¿no? No estoy pensando en la guía telefónica ni en un libro de recetas de cocina: ambos son altamente valiosos; esos sí se los recomiendo. Hablo de LOS libros que con toda insistencia maestras y maestritos nos insisten que leamos.

      Hagamos un poco de historia para entender el sentido y la racionalidad del mandato de leer libros en el que insiste la cultura hegemónica de Occidente.
Primero: hace cinco siglos el 98% de la gente no sabía leer. Y había que insistirle para que comenzara a hacerlo. Si el Renacimiento acepta varias causas notorias, una de ellas fue sin duda la invención de la imprenta y el acceso a la información para un gran número de ciudadanos, por primera vez en la historia. Pero no eran todavía ciudadanos en el sentido moderno, pues sólo había monarquías.
Por eso, segundo: los libros eran un sistema de control social. Hasta hace 200 años la impresión de libros estaba controlada por las iglesias cristianas o por los respectivos imperios. Las imprentas eran cosa rara y fácilmente identificable en poblaciones mucho menos numerosas que las actuales. En la mayoría de los casos se precisaba una puntillosa autorización del poder de turno para la impresión. De modo que en el mandato de leer libros estaba implícito que sólo había disponibles para la lectura cosas “buenas” (para el statu quo). Lea por favor, que nosotros le decimos qué tiene que leer. En este sentido, las cosas casi no han cambiado, si se trata de libros.
      Lo que sí ha cambiado es lo siguiente: hasta hace 200 años la única forma que tenía un europeo común de conocer un elefante era leer una descripción escrita de un elefante. Los viajes eran cosa rara, no existían las vacaciones ni la tele ni el cine. Ni siquiera la fotografía. Apenas alguna pintura en las casas de los ricos. Así que si usted quería saber algo del mundo que existía más allá de su pueblo, debía leer. No le quedaba otra. Pero había honrosas excepciones a esta sentencia: conversar con los viajeros, con los que habían leído o, preferentemente, escuchar a los trovadores. Estos eran los blogeros del siglo XIII. Desparramaban verdades oralmente, sin los riesgos de imprimir el libro. No hubo forma de controlarlos, salvo la hoguera. Fueron la levadura que poco a poco hizo añicos el oscurantismo que habían asegurado los libros. Dije bien. El oscurantismo de los libros. Porque todavía en nuestros días los libros funcionan como parte del sistema de control social. Muchos recordamos dictaduras españolas y latinoamericanas con férreo control de los libros, hace apenas 40 años. Yo mismo he debido quemar un libro de Galeano en el ‘76.
      En el siglo XXI la publicación y  -especialmente- la promoción de un libro pasa por tantos filtros que sólo emergen en librerías y bibliotecas los que son complacientes con los poderes de turno. Por suerte, hay mixtura de dos o tres poderes en estos tiempos. Pero también hay libros que se queman, es decir, que no pasan los filtros de editoriales y librerías. Lo de hoy también podría ser considerado un “neo-oscurantismo” si no fuera por Internet, radios, revistas, etcétera.
      Hoy ya no se necesita leer un libro para tener idea de lo que es un elefante ni para imaginárselo a Alejandro Magno en la India. Muchos niños ya han visto esas cosas (¡y en movimiento!) antes de aprender a leer. Tampoco son necesarios los libros para ver el mapa de París. Ya no hacen falta diccionarios ni tablas de logaritmos, si usted tiene una PC y conexión a Internet. Las enciclopedias de papel son obsoletas, aunque hayan sido impresas hace un año. No va a encontrar en ellas este artículo ni la situación política de Europa ni el resultado del censo de octubre pasado. Muchas definiciones científicas de gran importancia (genética, agujeros negros, inteligencia animal) están por completo ausentes en la mayoría de las bibliotecas de papel. Las opiniones de los que no son amigos del poder están en los estantes inaccesibles de las librerías; y en ninguna biblioteca. Decirle a un joven que lea libros es también decirle que no se entere de cómo están hoy las cosas. No se preocupe, él ya lo sabe. Y no lo sabe por los libros.

      Pero los libros escondían también un aspecto algo siniestro: bajo la apariencia de dar información, en realidad se estaba adoctrinando, se estaba “vendiendo” ideología. Ese es otro problema de los libros: se leen de a uno. Y eso no da buenos frutos. Traigamos como ejemplo a Bertrand Russell, siempre admirado por los que insisten en que leamos libros (¿casualidad?). La descripción que hace Russell de Newton, por ejemplo, es vergonzosa. En su afán de deificar la cultura racionalista de Occidente, convierte a Newton en un personaje del cual Newton se avergonzaría. Russell esconde datos notorios de la vida de Newton (que era astrólogo, que la mayor parte de lo que escribió era sobre religión y alquimia) para hacerle creer al lector que los avances de la ciencia los hizo gente que pensaba como Russell, no como Newton. Hay que leer dos o tres  libros más sobre Newton (Sagan, Asimov, Keynes) para luego caer en la cuenta de que la revolución científica la inició un alquimista en base a la poco occidental Tabla de la Esmeralda. Pero ninguna descripción de la vida de Newton es objetiva. Tampoco las que dicen que era sólo un brujo. Leer sólo un libro acerca de Newton lleva a saber menos que si no se hubiera leído nada.

      Los libros tienen problemas aun más grandes, además de funcionar como controladores, de estar desactualizados y de disfrazar ideología: están muertos. Einstein lo decía así: “Hay dos formas de conocimiento: uno inerte, carente de vida, que reside en los libros. Y otro vivo, dentro de la conciencia humana. Este último es fundamental. El primero, si bien indispensable, se ubica en un lugar inferior.”

      Sorprende el tipo de mandato: “hay que leer”. Curioso, ¿no?¿Qué clase de mundo imagina el que dice indiscriminadamente que “hay que leer”? Entendería perfecto a quien dijera “leé tal libro, a mí me gustó mucho”. Pero el mandato indiscriminado genera merecidas sospechas.  Sería equivalente a decir: “usen mucho el tenedor”. ¿A qué libros se referirán? ¿Da lo mismo cualquiera? ¿También Memorias de una princesa rusa, el Kamasutra y el libro del Bambino Veira?
      Las personas que dicen que hay que leer, curiosamente, no han leído a Einstein ni a Krishnamurti ni a Roberto Arlt. Y, si los han leído, han sido inmunes a esos libros, cae de maduro, pues siguen diciendo que hay que leer. ¿Para qué siguen leyendo, entonces? ¿Será para eso, para ser inmunes? ¿Inmunes a qué? La respuesta va en los siguientes párrafos.

      En mi opinión, el mandato de leer esconde algo mucho más hondo: para la cultura occidental usted es sólo ese en usted que piensa; usted es sólo su mente, su autoconciencia intelectual, su memoria. Si eso fuera así, por supuesto, hasta yo le recomendaría leer, porque la mente humana es bastante sonsa y necesita de lo que han pensado otras mentes (libros) para intentar arreglárselas apenas un poquito. Pero si ocurriera que usted no fuera solamente una mente sino también una corporalidad; si usted fuera también una espiritualidad (aquella emocionalidad que antecede y excede a la palabra); si ocurriera que usted no fuera solamente un usted sino un ustedes, o un nosotros; si usted fuera también un poquito sus padres y sus hijos; si ocurriera que lo más sustancial e inabandonable de usted lo emparenta con muchas otras especies;  y si ocurriera que el personaje hiperintelectual que construye Occidente en cada uno de sus niños lo construye precisamente para aplacar, disimular o eliminar al que sustancialmente somos, entonces tenga mucho cuidado con esas cosas que se llaman libros. Los que eran entrañables recuerdos de las palabras de los ausentes ahora son considerados como inyecciones para eliminar de usted lo que no sea intelectual.
      Cuando alguien dice que “hay que leer” está diciendo también que cree que somos sólo una mente y que todo esto que siento y no puedo escribir queda fuera del ámbito de lo que soy.

      El lenguaje escrito es apenas una arista de un cubo. Puede dar pistas acerca del cubo completo, pero también puede servir para esconder su verdadera ubicación. El saber humano se despliega en    muchas aristas, tiene más volumen que el pensamiento escrito. Lo humano incluye la gestualidad, el tiempo, los matices, los silencios, imposibles de ser escritos. Comparados con el saber humano, los libros tienen un sabor anodino: son frías palabras pronunciadas por un robot, desgajadas del aliento, las miradas y los titubeos del escritor. ¿Cómo hago para contarle en qué partes de este artículo me estaba muriendo de risa y en cuáles me había enojado en serio? ¿No es decisiva esta información para entender este artículo? Sin estos matices, usted entenderá lo que le parezca o, mejor dicho, lo que usted quiera entender para confirmar lo que usted sabía antes de leerme.

      Los libros eran el alimento para la identidad sólo intelectual que propuso la tradición judía, cristiana y platónica, que combatió lo corporal y lo terrestre durante dos mil años. Los Cielos eran accesibles sólo para la mente, o después de la muerte. Caídos esos paradigmas, ahora continúa el mandato de leer, pero faltan libros que estén a la altura de los que sentimos que somos más que un intelecto. El alimento de la nueva cultura ya no está en los libros. En el mejor de los casos, encontrará en ellos algo de información, siempre más desactualizada que la de Internet y la de la gente que está viva.
      Â¡Lean libros, chicos! Pero los chicos no leen. Están los labios pero falta el beso; está quién lo interprete, pero falta el gesto. El rito se vació de sentido. El infructuoso mandato de leer libros que no alimentan es hoy un síntoma de que la cultura occidental ha acentuado su declinación.

      Afortunadamente, las nuevas generaciones no son creyentes -tampoco- de esta religión del intelecto exacerbado. Se han dado cuenta de que el intelecto, al decir de Nietzsche, es un fingir, un impostor de lo que somos; una careta que necesitan los que están vaciados de corporalidad. Y nada hay más detestable, para la nobleza de la juventud, que la hipocresía.
      Los jóvenes todavía no lo saben con certeza, apenas lo intuyen, pero la exacerbación de la identidad sólo intelectual es un baluarte indispensable del sistema de control social que necesitan los que gobiernan el mundo y cada provincia. Y también cada hogar. No importa si usted está en contra, siempre y cuando su revolución se limite al mundo de las ideas. Hable tranquilo, diga lo que quiera. La palabra está vaciada. Los guevaristas orales no molestan. Pero limítese al mundo intelectual mientras -sin darse cuenta- confirma la consistencia de ese mundo imaginario.
      El virus temido por el poder es la descreencia en la veracidad del intelecto y la denuncia de la inconsistencia de la razón. Porque la razón es apenas un disfraz de los intereses de los que finalmente deciden quién tiene razón (Nietzsche, Freud, Marcuse, Habermas, etc.). El propio Bertrand Russell lo sabía: "El pensamiento científico es esencialmente un pensamiento-poder. Es esa clase de pensamiento cuyo propósito es conferir poder a su posesor." Los libros que están en las librerías se arrodillan, obedientes, ante este viejo Dios. Y el rebaño va adonde quiere el pastor.
      Observe de cerca a las personas que dicen que hay que leer libros: se trata de profesores, maestros, ministros de educación y otros personeros de la cultura hegemónica de Occidente, siempre ligados al pensamiento-poder y su administración. O los que han afincado en los conocimientos teóricos el sentido de su identidad: “Lean todo lo que leí yo, así se convierten en alguien como yo”, dice el posmoderno occidental, siempre autoreferencial. Nada dijeron de leer los que ampliaron y amplían las fronteras del conocimiento: Galileo, Newton, Einstein, Stephen Hawkings, etc. Varios de ellos advirtieron, incluso, las desventajas de la lectura que no estuviera ligada a preguntas disparadas desde la realidad. “¿De qué sirve un libro que no nos lleva más allá de los libros?” (Nietzsche).

      Estas reflexiones no las va a encontrar usted en los libros pero sí aquí, en Internet. Fácil para usted y para mí. ¿Quién se animaría a publicarme un libro que invitara a no leer libros?

      Alguien lee un libro que trata acerca de subirse a un árbol. Mientras tanto, otro se sube al árbol. Al primero se lo llama culto. Al segundo, sabio.

      Por último, un consejo, y se lo dejo escrito: si usted no se anima a vivir, si siente miedo todo el tiempo, si todo lo que lo rodea funciona de un modo inaceptable, si un gran dolor lo ha obligado a recluirse y aislarse del mundo, sólo le queda una cosa por delante: ¡leer! Lea tranquilo.

      Si usted quiere formarse un concepto claro de la existencia, viva. Piense. Obre. Sea sincero. No se engañe a sí mismo. Analice. Estúdiese. El día que se conozca a usted mismo perfectamente, acuérdese de lo que le digo: en ningún libro va a encontrar nada que lo sorprenda. Todo será viejo para usted. Usted leerá por curiosidad libros y libros y siempre llegará a esa fatal palabra terminal: "Pero si esto yo ya lo había pensado". Y ningún libro podrá enseñarle nada.

 

Postdata:
No crea todo lo que dije. Algunas cosas que escribí acá las saqué de los libros… como, por ejemplo, el primer y el último párrafo de este artículo, de Roberto Arlt.

*Autor del libro Las trampas de Occidente (no lo lea) y conduce La Bruja de las Palabras en La U, Radio Universidad.






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