Hay un chico del otro lado de la mesa mientras oscurece. Yo lo miro en el silencio sin final de un dÃa de invierno. No es su rostro, ni su ropa o su actitud. Es su piel, el blanco de su piel; un blanco extremo, casi transparente. No cualquier blanco; no el blanco de algunas flores o de las nubes. Es blanco de frÃo. Tal vez la palabra sea lÃvido. Una piel helada y transparente. Es una de esas instituciones para niños que, por algún motivo, tienen que permanecer encerrados, que aquà se llaman âhogaresâ. Niños abandonados, por sus madres y padres, o cuyos padres se han muerto o se demostraron ineptos o los pusieron en riesgo. O niños âen conflicto con la leyâ. Es decir, hogares que no tienen nada que ver con todo lo que resuena en la palabra hogar.
     El hogar quedaba en Santa Rita, un pueblito en las montañas verdes que rodeaban un valle. Estaban haciendo reparaciones en el edificio y habÃa que ir a ver las obras. Yo trabajaba en TesorerÃa, tenÃa la administración de fondos para reparaciones; y habÃa otros dos, ambos ingenieros, que iban a controlar la obra.
     Llegamos a la siesta. Un lugar apacible. Yo habÃa estado algunas veces, pero nunca habÃa visitado el hogar. En el silencio de las puertas cerradas se escuchaba una acequia por la plaza. Por lo que yo sabÃa, el hogar no funcionaba ya por años. El edificio habÃa sido una mansión, pero con los años y la falta de mantenimiento, las paredes se habÃan llenado de humedad y los techos comenzaron a caerse. Después siguieron pasando los años hasta que un dÃa aparecieron fondos para la reparación. Yo no sabÃa por qué -si alguien habrÃa hecho una gestión o si por casualidad una nota perdida habrÃa llegado a destino-, pero en lo que a mà respectaba, un dÃa hubo fondos y ahora se estaba haciendo la obra.
     Nos detuvimos frente al hogar. Un edificio imponente, de más de media cuadra de largo; pero el frente habÃa perdido definitivamente la pintura y habÃa, además, pedazos enormes de revoque caÃdo. Enseguida nos recibió una mujer, la encargada. Me extrañó que vistiera delantal. ¿Para qué si el hogar llevaba años sin funcionar? Atravesamos el portón y entramos a un patio lleno de escombros. La mujer nos hizo seguir hasta una oficina que funcionaba en una vieja cocina comedor. Sentà un olor dulce y desagradable, pero no muy intenso. Carne vieja, pensé, un olor que se habÃa ido convirtiendo en polvo.
     -Es olor de las ratas muertas -explicó la encargada.
     Nos ubicamos, alrededor de la mesa, bajo altas ventanas a las nubes de la tarde. La mujer apoyó una pava caliente, acomodó unas tazas y sacó del armario un bollo finito y negro de humo.
     Y contó lo que hasta ese dÃa tenÃa que haber callado.
     Se alegraba de que hubieran comenzado las obras. Y habÃa que terminarlas lo antes posible. Y volver a hacer funcionar el hogar. Recuperar los chicos. Era urgente porque sino habrÃa que devolverlo.
     -¿Por qué devolver?- le preguntamos.
     El inmueble habÃa sido donado para hogar, explicó. No podÃa ser usado para otra cosa. Insistió: âdonado expresamente para hogarâ. Por un hombre rico que habÃa vivido en esa casa. Si la donación habÃa sido para hogar ârepitió de nuevo-, no se lo podÃa usar para nada más. Si no, los herederos podÃan pedir la devolución. Porque, si bien el donante habÃa muerto âaclaró-, sus hijos vivÃan. La mujer hablaba con urgencia y como declamando. Y justamente unos dÃas antes de nuestra visita âsiguió-, habÃa aparecido uno de esos hijos y habÃa andado preguntando si el hogar funcionaba o no.
     -Y como funciona âagregó-, no pudo hacer nada.
     Yo habÃa visto, al entrar, a un chico al final de la galerÃa. Sin prestarle atención. PodÃa ser un chico cualquiera. Pero al escucharla me di cuenta y pregunté:
     -¿Cómo que funciona el hogar?
     Todo habÃa comenzado varios años atrás âcomenzó a contar la encargada todavÃa sin contestarme-, una noche de lluvia. Una de las habitaciones se derrumbó. âFue un milagroâ, exclamó. Una viga cayó en medio de la habitación pero ningún chico sufrió heridas. âIncreÃbleâ dijo. Siguió una decisión obvia: sacar a los chicos. De casi treinta chicos que habÃa, se llevaron a más de la mitad a un orfanato en la capital; los demás fueron saliendo hacia âhogares sustitutosâ de aquà o allá. Pero quedó uno. Y entonces me miró porque me estaba contestando.
     -Era el último que tenÃamos âdijo-.
     Yo escuché: era el último. Y que lo tenÃan. La mujer, apurada, nerviosa pero también demostrando decisión, se puso a enumerar las medidas que tomaron para asegurarse de que el chico estuviera bien. No pudo explicar demasiado porque la interrumpió uno de los ingenieros.
     -¿Un solo chico?
     -Sà -contestó la mujer.
     -¿Y con los techos cayéndose?
     -No, siempre estuvo en lugar seguro.
     Permaneció un instante en silencio. Como si hubiera perdido la fuerza. Como si se hubiera dado cuenta de la dificultad que habÃa para explicar y no supiera cómo seguir. Volvió a hablar de las ratas. âYa no se podÃa estar âdijo-, habÃa por todos lados, en todos los rincones. Todo el dÃa se escuchaban los pasitos sobre el techoâ. Y âcomo los ingenieros y yo la mirábamos en silencio- siguió: âPusimos veneno. A la semana, más o menos, comenzaron a caer muertasâ. No sé si estarÃa procurando dar cuenta de los cuidados que habÃan tenido para con el último chico: limpiar de ratas el lugar donde lo tenÃan. âAparecÃan en el patio, en todas las habitaciones, en todos lados. Las fuimos recogiendo, pero quedaron una cuántas ratas muertas entre las chapas y las maderas del techoâ.
     -Es un olor terrible -dije.
     -No âcontestó la mujer-. Hace ya tiempo y casi no se siente. Van a ver: después de un rato, uno se acostumbra y ya no se lo siente nada.
     -SÃ- acepté. El olor no era tan fuerte.
     HabÃan sido quince las personas que trabajaban ahÃ, procuró continuar. Ella, la encargada; además porteras, maestras y enfermeras. Y habÃan estado ahà âenfatizó-, trabajando, todos esos años. El chico habÃa estado muy bien atendido y no podÃa en verdad quejarse de nada.
     -¿Y qué hacÃan? âpregunté, porque era obvio.
     -Vinimos a trabajar. Todos. Todos los dÃas. Para no perder el trabajo. O que nos trasladen. Esperando que traigan a los chicos de vuelta.
     -¿Qué chicos? Deben ser todos mayores â objeté, un poco en broma pero también con furia.
     Pero siguieron sus explicaciones. Todo era inconcebible. Un grupo yendo todos los dÃas a trabajar a un lugar vacÃo. Y para no hacer nada. Con una sola habitación ocupada. Un solo chico. Atendido o abandonado, no se sabe, pero suficiente para la conservación del trabajo y el sueldo. La miré sin piedad y vi dientes sucios y transpiración sobre su rostro.
     -Si no era por ese chico, tendrÃan que haberse ido âapuntó uno de los ingenieros, pero con un tono neutro, sin reproche, como una constatación nada más.
     La mujer se puso seria. Tomó la pava y la dejó en la hornalla, como arrepintiéndose de habernos invitado. Sacó un repasador y limpió la mesa. Y dijo entre dientes: âGracias a nosotros ahora los herederos no pueden pedir que ustedes les devuelvan la casaâ.
     El otro ingeniero, que habÃa estado ajeno a la conversación, propuso que viéramos cómo iban las obras antes de que se hiciera de noche. La mujer envolvió el pedazo de bollo y se paró para que saliéramos. Salieron los tres pero yo me quedé en la cocina. No sé si apenado o solamente sin ganas. Era una casa enorme, completamente fuera de lugar en un pueblito lejano y pobre. No me podÃa imaginar quién pudo haber construido ese edificio. Y después donarlo para hogar. Pensé en un hijo abandonado y en una fortuna inesperada; y además en alguna cosa que en ese lugar pudiera haber tocado su corazón. Un chico en la calle, bajo la lluvia o el sol o cualquier otra cosa. Como fuera, esa mansión no tenÃa sentido en ese pueblito. Tampoco que hubiera que usarla sà o sà para orfanato. No habÃa suficientes niños, ni ahà ni en toda la región. En una ventana muy alta, por la que habÃa estado entrando la luz de la tarde, brillaba todavÃa el cielo nublado. Pero la cocina ya estaba en penumbras.
     Entonces entró el chico. Entró sin verme. No sin mirarme: sin verme. Como si en realidad yo no estuviera ahÃ. Entró y tocó la pava con el revés de la mano. Sacó una taza, un saquito de té. Todo muy despacio. No con miedo o cuidado, con desgano âsupongo- o aburrido. En el silencio de la cocina en penumbras vertió el agua en la taza. Era un adolescente. Una barba incipiente le hacÃa una sombra en el rostro. TenÃa la camisa abierta y la piel muy blanca. Sus prendas venÃan cada una de distintos orÃgenes. Resultaba extraño que se hubieran reunido en un mismo cuerpo. Zapatos redondos de otros tiempos; un pantalón blanco muy grueso, de lona; una camisa floreada que podÃa ser un piyama. El pantalón demasiado ancho en la cintura. Lo aseguraba con una cinta; y además era corto y se le veÃan los tobillos. Agregó azúcar. PodrÃa haberle dicho algo. Intentar conocer su historia. Lo extraordinario era el hecho en sÃ. El trasfondo del abandono y su condición de rehén o beneficiario de un grupo que se habÃa aferrado a él como última posibilidad de conservar un sueldo.
     Sacó el bollo y empezó a tomar el té. Estábamos a menos de un metro de distancia y de ningún modo parecÃa notar siquiera mi presencia. No me sentÃa incómodo. Pero lo que quiero contar es que elevé los ojos hacia la luz ya escasa que entraba por las ventanas y pensé en mi padre. O en la historia que tenÃa sobre mi padre. Porque padre no tuve. Llevaba su apellido y tenÃa además unas fotos y una historia. Pero nunca lo habÃa visto. Tampoco habÃa preguntado demasiado. Supongo que no me habÃan hecho falta más que esa historia y esas fotos. Las fotos eran verdaderas; la historia no sé, supongo que podÃa ser verdadera en parte. No importaba. En realidad, enseguida comencé a recordar al padre de un compañero de escuela. No sé por qué. Supongo que pensé en el padre de ese chico a mi lado en la mesa del orfanato, después en el mÃo y después en cualquier otro, un padre cualquiera, y encontré al padre de ese compañero. SerÃa lo más parecido a un padre que pude recordar. El único además, porque ni el mÃo ni el de ese chico parecÃan haber existido.
     Y esto fue lo que recordé:
     Era la ceremonia al final del curso. HabÃa muchos padres -padres, madres, hermanos, abuelos, familias enteras-. Los habÃan ubicado frente al palco al que habÃa que pasar a retirar los certificados. A los chicos nos habÃan formado a un costado. Las familias, desde el frente, saludaban y aplaudÃan. Pero cuando llamaron a ese compañero, su padre, en vez de quedarse entre la gente, aplaudir o saludar desde su lugar como los demás, caminó hasta el palco y lo abrazó y lo levantó por el aire. Después lo acompañó hasta su lugar en la fila. Eso fue todo. No me acuerdo del momento en que yo mismo pude haber pasado a retirar mi certificado. Tampoco recuerdo si estaban mi madre o mi abuela. Seguramente las dos.
     El chico terminó el té y levantó la vista. Pero seguÃa sin mirarme. ParecÃa mirar la pared detrás de mÃ. Me fijé en sus ojos. Unos ojos negros, redondos y sin brillo. HabÃa dejado la taza sobre la mesa y permanecÃa inmóvil, acaso sin saber qué hacÃa yo ahà o si tenÃa que decir algo o qué podrÃa decir. PodÃa no tener nada para decir o no saber qué decir. Era yo el que tendrÃa que hablar, pensé. Pero enseguida me di cuenta de que también yo mismo no era más que un hombre âni más ni menos- y que tampoco tenÃa nada para decir. Yo tampoco lo miraba. SentÃa, sÃ, una angustia. Por lo que pudo haber pasado esos años en el silencio de los demás chicos que ya no estaban. O por su piel: blanca, demasiado blanca, en el frÃo de las noches en la mansión en ruinas. No sé.
     Los dÃas que siguieron no recordé la imagen de ese chiquito. Ni el olor de las ratas muertas. Ni siquiera pensé en mà mismo o en mi propia historia sin un padre. No. Lo que recordé, una y otra vez, fue a mi compañero de escuela, un chiquito que no era yo mismo, y a su padre que no habÃa sido el mÃo.
*Cuento inédito.
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