En la ultima década, la Argentina ha sufrido una importante transformación en su estructura social, política, económica y, más que nada, cultural. Una serie de valores extrapolaron el bien para convertirlo en mal, y el mal en bien. Esta transvaloración reconvirtió al Estado, al individuo y, obviamente, a la trama social. De modo que creemos necesario abrir una brecha de reflexión sobre ciertas situaciones.
Hace tan solo diez años, la política todavía tenía un valor institucional. Actualmente asistimos a la agonía de la política. La política y los políticos han quedado desarmados ante una red de poderes económicos, que sólo son económicos. Los economistas no sólo orientan la política argentina, sino que también ocupan un lugar fundante en nuestro devenir social. La discusión política transcurre por el derrotero establecido por los economistas. Toda otra discusión se transforma en banal o en una mera charla de café.
Otra situación que merece analizarse es la del rol de algunos medios de comunicación. Amén de un bombardeo constante de información, debemos soportar que una serie de analistas mediáticos y “pseudo” periodistas nos relaten los acontecimientos cotidianos de manera morbosa, mostrando sólo los hechos sociales negativos y profundizando el mal humor colectivo.
No se trata por supuesto de cuestionar la libertad de expresión, ni de responsabilizar a los hombres de prensa por las noticias que deben transmitir. Lo que deberían evitar algunos medios son el sensacionalismo, la mercantilización de la información, la utilización de medios no legales para obtener una noticia, y la transmisión, en muchos casos, de realidades que no existen o la exacerbación maliciosa de ciertas situaciones que pueden terminar en violencia.
Del mismo modo en esta escala nueva de valores se ha creado una antinomia entre buenos y malos. Hoy, quien trabaja y cobra su salario, o quien vive del producto del esfuerzo personal, se ha convertido para las hordas de piqueteros, manifestantes, transversales, progresistas de la tendencia y autoconvocados, en un pecador poco solidario.
El modelo del éxito se presenta como culposo y el del fracaso como inexorable y redentor. El ocaso del deber, la decadencia de la excelencia, el culto de la frivolidad y de la vulgaridad, se ha instalado entre nosotros. La exaltación de los mejores es condenada para no deprimir y desanimar a los mediocres. Tampoco debemos desconocer que esta transvaloración se ha producido sobre terreno fértil. Uno de los abonos de esta nueva cultura de vida ha sido la aludida “viveza criolla”, como rasgo histórico particular del ser argentino. La irresponsable simpatía con que la sociedad tolera esta expresión hace de ella una “cualidad”, cuando en realidad es un triste indicador de la ausencia de integración social y una conducta típica de individuos disociados.
Este modelo invertido de valores también ha producido una tasa de desocupación gigantesca, ha permitido que nos desprendamos de lo poco que teníamos, porque no era productivo, y resulta ser que en manos del sector privado, los obsoletos bienes del estado producen ganancias desmesuradas y hasta en algunos casos groseras. En un proceso casi autista nos negamos a identificarnos con nuestros dirigentes, siendo que somos la cantera y el reflejo innegable de esa misma dirigencia.
Tampoco queremos reconocer ni hacer lo que nos toca. Tenemos esa increíble manía de compararnos con otros países. Ayer creíamos ser la isla europea de Latinoamérica; hoy nos conformaríamos con ser como los chilenos. Pero no queremos hacer lo que hacen esos países, para llegar a estar como están. Los argentinos, al igual que nuestros dirigentes, decimos una cosa pero hacemos otra. Sólo pensamos que con una cosecha nos vamos a salvar y por supuesto seguiremos confiando en que Dios sea argentino. Todo parece estar invertido; es que la Argentina se ha quedado sin reglas, sin valores y sin salida. Cualquier nación necesita de valores fuertes y estables, de creencias comunes que susciten adhesión. Es imposible edificar un cuerpo social allí donde la raíz es falsa. El corte abrupto con el pasado, por ingrato que éste sea, no puede ser resistido por ninguna sociedad.
Deberíamos reconstruir nuestro destino pensando en valores tales como la identidad, la solidaridad, la tolerancia, la paciencia, la imaginación, el pensamiento y la reflexión colectiva, es decir, pensando en todo aquello que nos ayudaría a no empobrecernos más. Si en nuestra sociedad persiste esta cultura de la desconfianza, esta manía facilista de ocultar lo real y vivir de lo aparente, y no nos percatamos que estos “valores alterados” son sólo una entelequia, estaremos comprometiendo lo poco y nada que nos queda de futuro.