Decidida a escribir estas líneas, he dado en llamarlas “Cavilaciones…”, no sólo por los hechos que motivaron el exponerlas, sino por las conclusiones que resultan de las mismas. Si me remonto en el tiempo en que comprometí desarrollar el tema, sólo encuentro en mi memoria atardecidas tertulias compartidas con la Directora Periodística de “El Ojo de la Tormenta”, cuando la edición de La Revista parecía un sueño sólo posible si confluían una serie de voluntades concurrentes positivas, más previsibles de obtener ….que recursos económicos suficientes. Confieso, con absoluta sinceridad, haber intentado desentrañar los conceptos, motivos, razones y circunstancias que me llevaron a discurrir sobre el interés público con Laura Barberis y concluyo que al tema arribamos a partir de historias absolutamente domésticas: infancia, rebeldías adolescentes … y no tanto, anécdotas familiares, experiencias laborales –algunas frustrantes y otras satisfactorias-. No es casual que a partir de este intercambio de relatos hubieran surgido, casi imperceptiblemente o, quizás, imperativamente, concepciones filosóficas o definitivamente concretas sobre la sociedad, la realidad circundante, los hechos o acontecimientos que nos llevaron, por uno u otro motivo a transitar distintos caminos con algunas coincidencias y también, con fuertes discrepancias. Y no es casual que en esta dialéctica aparezca el interés público ya que este no escapa a la vida misma del individuo en su concepción y naturaleza gregarias, es inescindible del ser social vinculado a la comunidad organizada institucionalmente. ¿Cómo escapar, entonces, a su referencia?.Por otro lado, reconozco que el interés público ha marcado definitivamente el rumbo de mi vida profesional, casi como una obsesión que me arrastró a recónditos lugares, espacios y personajes que tuve el placer de conocer en sus mas delirantes estados de investigación científica sobre el tema.
Allá, por los años ochenta y pico una muchachada de jóvenes profesionales nos encolumnamos tras la figura convocante de Roberto Domínguez en un proyecto de maestría que, desde el Instituto de Derecho Público, incorporado a la estructura orgánica del Colegio de Abogados nos permitió acceder a sustanciales debates y conferencias brindadas por Guillermo Muñoz, Claudio Viale, Gordillo y otros tantos maestros del derecho. El proyecto de maestría se frustró luego de una serie de convocatorias que se hicieron en Jujuy, Salta y Tucumán y ante la imposibilidad de cerrar económicamente el circuito.
Quedaron en la memoria colectiva de quienes hicimos el intento, las anécdotas de tales encuentros, especialmente de aquellos que se daban fuera del estrado exponencial de los conferencistas. Eran épocas de reforma constitucional, la mención del interés público aparecía con frecuencia en los proyectos de las distintas comisiones a los que los juristas invitados tenían acceso. En el grupo de nóveles abogados la publicidad sobre la reelección y la incorporación de un número mayor de miembros de la Corte Suprema constituía, ingenuamente, el tema de mayor preocupación. Por el contrario, los maestros hablaban de otras cuestiones: la regulación constitucional de lo que hasta entonces llamábamos intereses difusos, los sujetos portadores de tales intereses que, parecía un hecho, se convertirían en derechos concretos, con la reforma de la Carta Magna, los mecanismos de control….
Muchos, todavía recordamos, haber intentado interrumpir la respiración cuando las discusiones que se daban, en el ámbito antes descripto, alcanzaban ribetes de fuerte confrontación de ideas al más alto nivel académico e intelectual, con referencia a jurisprudencia comparada y fuentes del derecho que partían de la mas remota antigüedad para recalar en Sócrates, las Partidas españolas, los autores alemanes de impronunciable apellido, los italianos, las Constituciones francesa y norteamericana, los intelectuales en cuyas letras abrevó la ideología de la independencia nacional… en fin, las imágenes son irrepetibles.
Por esa misma época, mi incorporación al plantel de abogados auxiliares de Fiscalía de Estado selló definitivamente el círculo que, con gran satisfacción, recorro alrededor del interés público. La vida me regaló, después de muchos años, el reencuentro con Muñoz y con Viale, además de abordar personalmente a Carlos Grecco planteándole –no sin cierto temor- las dudas que me quedaban pendientes de la lectura de su obra y especialmente de los fallos que trasuntaban su temperamental pluma desde la Sala V de la Cámara Nacional en lo Contencioso Administrativo. No he de quedarme en lo anecdótico ni lamento las referencias hechas en torno a figuras que han desaparecido físicamente, puesto que considero que tales evocaciones no son malas ni deben ser, necesariamente nostálgicas o melancólicas y es bueno que las personas que nos quisieron o que quisimos nos sigan acompañando, de la manera posible, que es en las vivencias, en el recuerdo…
Guillermo Muñoz quién, además de virtuoso en las artes -o quizás, probablemente por ello- estaba dotado de una inteligencia brillante que le permitía desarrollar las estructuras jurídicas mas abstractas y transmitirlas de manera coloquial, solía concluir sus conferencias sobre el interés público comparándolo con el amor. Decía que eran cosas más o menos parecidas, ya que todos estamos dispuestos a reconocer que el amor existe o que en algún momento de la vida existió, que alguna vez tuvimos el estremecimiento, las sensaciones del amor…que hay una visión generalizada en cuanto a que el amor existe, pero, ¿cómo se define?. Y en la medida en que uno pretende definirlo lo va desvirtualizando, caricaturizándolo y esto –decía Muñoz- no quiere decir que el amor no tenga nada que ver con las palabras: el amor se expresa, se niega y se afirma a través de las palabras, cuestión que la sabiduría ancestral de la copla ya había descubierto cuando canta “…dijo a la lengua el suspiro: échate a buscar palabras que digan lo que yo digo…”
No parece razonable discutir con el maestro tan clara y contundente comparación. Basta decir que tanto para el amor como para el interés público se usan palabras para mentir, con fines confesables o inconfesables o confesables pero no sinceros, se pueden imponer las palabras mas enfáticas sin desconocer que trasuntan gran hipocresía. Ello no significa cancelar su existencia ni su vigencia. Más, lejos de atemorizarme con tan concluyente descripción, me consuela la motivación de desandar los caminos que llevaron a aquella y encontrar, cuanto menos, más de dos fuertes corrientes doctrinarias que nos permitirán, conforme adoptemos una u otra, desentrañar el verdadero sentido del interés público.
El tema de la definición del “interés público” resulta trascendente para delimitar sendas corrientes doctrinarias y se ha desarrollado en los distintos países a través de larguísimos años de investigación. En el sentido expuesto, cabe rescatar los que niegan, directamente, la posibilidad de un concepto que refleje el interés público, alegando que el mismo “… no se define, se constata…”. En esta posición se encuentra el español Alejandro Nieto que refiere que el interés público es una de esas palabras que valen mas por lo que evocan que por lo que significan.
Debo confesar que Nieto se encuentra en un grupo muy controversial puesto que el Art. 101, inc. 1º de la Constitución de España dice que la administración sirve con objetividad los intereses generales, o sea que, en realidad a los españoles no les queda mucha salida para evitar un debate sobre la definición del interés público, se ven obligados a ello, por imperativo constitucional. Sin perjuicio que, especialmente en nuestro país, se han formado corrientes doctrinarias que no han aceptado que “interés público” sea sinónimo de “interés general” y se corroboran extensas obras de altísimo valor intelectual en donde se desarrollan sutiles diferencias, semánticas y de concepto, entre el interés público y los intereses generales, la utilidad pública, el bien común, el interés general del Estado, de la administración y en general de todas esas palabras que se suelen utilizar para designar lo mismo. No obstante lo expuesto y el mayor respeto que me merecen las apreciaciones efectuadas por juristas de mi mayor valoración, entre ellos y por acá cerca, René Goane (miembro de la Corte Suprema de Justicia de Tucumán), yo creo que son vocablos, cuanto menos, correspondientes y aunque no renuncio a toda distinción, el uso en la frecuencia de la jurisprudencia, nos dice que se trata de términos absolutamente sinónimos.
De todas maneras, la diferencia de conceptos o definiciones –que ameritaría horas de debate y, quizás, alguna otra publicación, en relación a España –y todo a colación de Nieto- cabe rescatar la anécdota de la redacción del actual Art. 101 de la Constitución española que relatan algunos de los maestros que he conocido y que refieren haber estado “en la cocina” de su elaboración a través de los colegas a los que les correspondió la magna designación de constituyentes. Así las cosas, se cuenta que cuando se estaba discutiendo el actual Art. 101 de la Constitución española, uno de los proyectos originarios que tuvieron en sus manos los constituyentes refería “…. que la administración serviría a los intereses colectivos…” y a partir de allí se inició la discusión de ¿a quién debía servir la administración?: ¿a los intereses colectivos?; ¿a los generales?; ¿a los públicos?. Fue todo un debate y se llegó a la siguiente conclusión: los intereses colectivos son en realidad los intereses públicos y lo que debe defender la administración son los intereses públicos, debe servir a los intereses públicos, pero como no quedaba muy bien el juego de palabras entre administración pública-intereses públicos decidieron escribir “intereses generales”. Veamos entonces cuál es la profundidad filosófica de la diferencia, en realidad no existe, gramaticalmente quedaba un poco cacofónico decir la administración pública-los intereses públicos. Se puso “generales” en vez de “públicos” por un problema de coquetería gramatical y nada mas.
En otra posición, que podríamos llamar intermedia -o ecléctica, como nos ha marcado la especial terminología de la formación jurídica- un importante número de juristas alemanes, italianos y franceses opinan que el interés público no es una noción conceptual sino funcional, que se explica a través de las finalidades que cumple y sólo a través de una evaluación, fundamentación y, en definitiva, conceptualización sistemática de la repetición constante y permanente de estas finalidades, podría lograrse cierta unidad conceptual del interés público.
Finalmente, encontramos una posición antagónica a la primera y complementaria, de alguna manera, a la segunda. Así, se entiende que el concepto de interés público es importantísimo para determinar el concepto de legalidad, integra la legalidad y a través del interés público se puede controlar la legalidad, es decir, que consideran no solamente importante sino imprescindible para cualquier investigación acerca de él, definir que es el interés público. Respecto de esta posición y desde la iniciación de nuestra formación académica, todos hemos tenido oportunidad de leer algunas definiciones magistrales del interés público. Resulta pertinente, para no tergiversar el sentido de esas definiciones, traer algunas a colación. En España, por ejemplo, Luis de la Morena y de la Morena considera que el interés público es “cualquier situación deficiente, mejorable o conflictiva de la situación social actual que requiera, una vez así reconocida por la norma y comparada con el modelo a alcanzar seguido por ella, de una pronta y eficaz actuación sanatoria de la administración o de sus agentes que venga a colmar las carencias, eliminar los riesgos, prestar los servicios, estimular las iniciativas, sancionar las conductas o arbitrar los conflictos que en su seno se puedan generar, facilitando o dificultando la consecución del modelo propuesto”.
En nuestro país, Gordillo defiende la autoría de una definición que habría sido adjudicada a Escola, coincidiendo ambos que la definición del interés público tiene una importancia decisiva y por lo tanto es necesario establecer una idea total, omnicomprensiva, unitaria y de validez universal por medio de un método de pureza que excluya todo elemento circunstancial y variable. Y así, se llega a la siguiente conclusión. “Interés público es la cosa o bien valioso que querido y pretendido por cada individuo trasunto de la influencia social del pasado y del presente, con pretensiones de vigencia para el porvenir transmitadas por ellos mismos en interés predominante que se identifica con el de toda la comunidad y surge como algo en el que cada componente de la sociedad reconoce su propio querer y su propia valoración positiva.”.
En definitiva: hay una línea doctrinaria que dice que se puede definir perfectamente el interés público y a partir de esa definición construir otra que dice que es imposible y no solo imposible sino contraproducente intentar definirlo. Pues bien, estas cavilaciones no hacen mas que encerrarnos en un círculo tautológico, infinito y sin salida lo que resulta inaceptable si tenemos conciencia que el interés público es una figura incorporada al ordenamiento jurídico, que tiene que ser operativa, que su referencia es insoslayable porque en la mayoría de las normas jurídicas hay alguna referencia al interés público. No es algo cuya existencia uno pueda negar, no se trata de magia o de alquimia. Así, resultando imperativo –digamos que compulsivo- darle tratamiento y producir una respuesta jurídica se podrá buscar, por lo menos, quién lo determina, que poder del Estado está facultado para determinar que es el interés público y ahí las primeras respuestas suelen ser muy sencillas y muy claras y, aparentemente, muy razonables. Bueno, la determinación del interés público debe venir impuesta, primero, por la Constitución que debe, más o menos, determinar cuáles son los intereses públicos a servicio de los cuales va a estar un Estado determinado, en un momento determinado y en un país determinado. En la medida en que la Constitución no integre dicho contenido íntegramente, quién debe hacerlo es el legislador, obviamente, por el carácter representativo de la voluntad general que su investidura le asigna.
En última instancia, lo que falte a eso, lo hará la administración. Esto parece bueno, está muy bien, pero ¿qué pasa en la práctica?; ¿ocurren así las cosas?; ¿estas actuaciones concatenadas de jerarquías tienen alguna semejanza con la realidad de nuestro ordenamiento jurídico o con cualquier otro vigente en el mundo?. No existen muchas Constituciones ni leyes que definan que es el interés público, que se entiende por interés público. A lo sumo se lo nómina, cuando se utilizan expresiones tales como: “cuando el interés público lo aconseje” o “cuándo razones de interés público así lo determinen” o “cuando importantes razones de interés público lo justifiquen”. Son expresiones comunes y normalmente tampoco dicen nada o hacen referencias absolutamente genéricas y desprovistas de toda vinculación con el contenido, lo que obviamente no basta. Pareciera, entonces, que quién de a poco y mas o menos genéricamente comienza a determinar o vincular al interés público con la realidad es la administración porque lo hace cuando resuelve los actos concretos.
Sin perjuicio de ello, después de caminar toda la problemática del interés público, se advierte que en el fondo, la noción mas concreta de interés público o de qué se entiende por interés público con relación a determinadas situaciones o en determinados lugares, aparece a partir del roce entre las decisiones de la administración y el control judicial posterior. Ahí es donde se debate que entiende la administración por interés público. Es en la jurisprudencia en donde uno empieza a tener una idea, no mucho más que eso, de cómo juega el interés público, para que lado o como se utiliza -bien o mal- la noción de interés público en la realidad. Sólo allí, en esa mezcla de últimas decisiones administrativas y de control judicial, es donde el interés público, yo diría, empieza a cargarse de contenido. Uno lo vé y puede decir de manera concreta y específica “esto es de interés público”, no son sólo palabras que definen una idea o un concepto y esto se vincula también con técnicas mas concretas que sirven según se use una o se usen otras sobre la noción de interés público. Una de esas técnicas, quizás la mas popular y facilista, es la de la determinación del interés público según categorías: todo tema relacionado con la expropiación exige la declaración de interés público y si el legislador así lo instituye, el juez no puede salirse de ella. En igual sentido puede, el legislador, definir a ciertos servicios públicos como “de interés general=público=colectivo” y todo aquél conflicto que se suscite respecto de ellos deberá ser sometido a las normas que regulan las situaciones contempladas bajo el halo de ese mentado y nunca tan bien ponderado “interés público”, porque lo que sí resulta claro en el derecho positivo vigente es cuales son las consecuencias de considerar algo “como de interés general, público o colectivo”.
En mi opinión, si nos quedamos en la técnica de las categorías, desaparece todo control judicial sobre la administración que queda facultada para imponer aquellas como una abstracción no susceptible de verificación concreta. Otra técnica es la que impone el criterio de la funcionalidad real, esto es, la del análisis del caso concreto a partir del cuál pueda establecerse claramente si se afectan o no intereses generales, colectivos y/o públicos. A esta altura del relato, parece oportuno traer a colación algunos ejemplos de la jurisprudencia y en ese sentido, probablemente por esa compulsión de rescatar los valores que forjaron la independencia nacional que me arrastra a leer y releer referencias históricas, rescato el planteo deducido por el entonces Regidor de la Ciudad de Buenos Aires, Don Miguel del Corro, ante el Tribunal del Cabildo cuando tomó conocimiento del arribo de dos o tres abogados con pretensiones de incorporarse a la estructura orgánica impuesta por el poder de España y su metrópoli. El Regidor llevó la consulta al Tribunal del Cabildo, entendiendo que en estas tierras, lejanas y pobres no era aconsejable al interés público la participación de letrados intelectualoides, alegato que acogió favorablemente el Tribunal impidiendo a los abogados permanecer en la Ciudad, los que terminaron recalando en Santa Fé o Rosario, no se sabe bien. Ha de interpretarse este relato a tenor de la referencia histórica que invoco, puesto que no he tenido la oportunidad de acceder a los documentos en que aquél se asienta y que -se dice- existen perfectamente detallados en las Actas del Cabildo.
Si tan sólo fuera una imagen pintoresca pergeñada por la inventiva popular, no me sorprende que de haberse presentado el caso, la resolución hubiera sido la que la épica relata. Ello, teniendo en cuenta que en estas lejanas tierras y desde épocas muy tempranas a la colonización fueron las Partidas Españolas las constitutivas de la normativa legal vigente, que expresamente admitía que las relaciones jurídicas -mucho mas simples que las que ahora conocemos- se resolvieran normalmente sin abogados, sin jueces letrados, aceptando con toda naturalidad la existencia y autoridad de jueces analfabetos. Algunos podrán opinar que era una época idílica, realmente.
Retomando la actualidad en que nos toca vivir, se me ocurren otros ejemplos y ya que de abstracciones hemos venido escribiendo, parece coherente referir algunos que vinculan “la buena conducta” con el “interés público”. La buena conducta se exige para cumplir ciertos cargos públicos y se la vincula con actividades privadas cuando ellas afectan el orden público, el interés general o agravian los valores colectivos ¿cabe alguna duda que se trata de una abstracción?. Pues bien, llegando al ejemplo cabe relatar que, allá por el año 1977 en España, el Gobernador de Zaragoza, mediante un formal acto administrativo decidió clausurar un bar, primer paso que de quedar firme podría devenir en la exclusión de la licencia. Fundó la decisión originaria en sendas denuncias efectuadas por la cónyuge del dueño del bar y por un vecino que referían, individualmente y de manera independiente –aparentemente- la mala conducta desplegada por el propietario del establecimiento con ambos denunciantes: la vida conyugal del matrimonio parecía bastante conflictiva, se hablaba de insultos y algunos forcejeos, al igual que la relación con el vecino y además, tales hechos aparecían bastante bien probados en la causa. Los recursos interpuestos por el propietario del bar fueron desestimados en todas las instancias administrativas y al llegar el caso a la mas alta jerarquía de los estrados judiciales, el Tribunal Superior hizo algunas apreciaciones bastantes contundentes: la buena conducta del sujeto constituye una exigencia del ordenamiento jurídico cuando quién incurre o no en ella, influye, se expresa o, por el contrario, afecta o agravia el interés público. Para el caso, a los parroquianos que concurrían a tomar unas copitas al bar, lugar en el que su propietario se había comportado siempre correctamente. El conflicto con la cónyuge podía dar lugar a su resolución en otro ámbito de la legislación, en el Código Civil, en la materia del derecho de familia y en igual sentido la relación jurídica devenida del conflicto con el vecino: derecho penal, etc..
En definitiva, se entendió que traspolar la exigencia de la buena conducta a la vida personalísima de una persona, aún en el caso en que fuera reprochable, no incide en esa noción de buena conducta vinculada al interés público, de allí que la buena conducta es, para el interés público una noción directamente concreta y aún de dos ideas absolutamente abstractas se puede llegar a una conclusión, mas o menos razonable, cuando la herramienta utilizada es la de la funcionalidad real y no la de las categorías.
En igual sentido, en el año 2002, aproximadamente, el Tribunal Superior de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires revocó la decisión administrativa de no conceder la renovación de una habilitación para conducir a un taxista, toda vez que dicha negativa se fundaba en la existencia de una norma reglamentaria del Código de Tránsito que prohibía el otorgamiento de licencias a conductores de vehículos destinados al transporte escolar cuando el peticionante registraba antecedentes penales. Utilizando la herramienta de la funcionalidad real, el Tribunal individualizó varios hechos concretos: el recurrente presentaba gravísimos antecedentes penales, había sido condenado por homicidio calificado y, luego por concurso con otros delitos, a reclusión perpetua pero luego había resultado beneficiado por la conmutación de esa pena. Sin perjuicio de ello, lo que el recurrente peticionaba era la renovación de su habilitación para conducir, esto es, que la administración se la había concedido anteriormente e incluso resultaba probado en la causa que, en otra oportunidad, que databa de mas de diez años a la fecha, con motivo de la pérdida del carnet ya se habían analizado los antecedentes penales antes referidos para otorgárselo nuevamente. A todo ello, cabía sumarse el hecho que el taxista no conducía vehículos destinados al transporte escolar.
No escapará a Uds. que el debate respecto de la resolución de esta causa, habrá sido extenso y hasta controversial. Imagínense que para la oportunidad de considerarse el tema se daban hechos en la sociedad, especialmente en la Capital Federal, que habrían de influir poderosamente en la convicción de los jueces. Se constaban, por aquella época, hechos violentos de inseguridad protagonizados contra taxis o dentro de los mismos vehículos con una sensación, no casual, que vinculaba aquellos directamente con los conductores de los móviles.
Lo cierto es que cuando se comentó el fallo, el Tribunal Superior o, cuanto menos, algunos de los miembros que lo integraban explicaron al respecto la dialéctica de la discusión que llevó, por mayoría, a adoptar la mentada resolución. Así, se dijo, que en el punto de partida existió una coincidencia absoluta: el tema de la seguridad estaba directamente vinculado al interés público, comprometía al interés público y correspondía mantener las exigencias que aseguraran la tranquilidad y seguridad en determinados tipos de servicios. Que, por otra parte, es facultad de la administración imponer tales exigencias, mientras las mismas sean razonables. Una posición minoritaria entendía que a partir de tan trascendentes coincidencias, constituía un riesgo para el interés público que una persona con tales antecedentes penales condujera un taxi. La mayoría, en cambio, sin desconocer la eventual valoración de un hipotético riesgo opinó que era la administración quién tenía a su cargo prever la normativa específica que evitara el mismo. Para el caso concreto, constituía una facultad de la administración reglamentar la prohibición de otorgar licencias de conducir a determinados, categorizados, ciertos y concretos servicios de transporte. Al no haberse previsto la hipótesis concreta, el órgano administrativo de jerarquía inferior que aplicó por analogía la sanción o, cuanto menos, la negativa al peticionante con características de acto limitador de derechos, había incurrido en “ilegalidad”.
Aquí podemos advertir, de manera concreta, como se mezclan en la resolución judicial, aquellos conceptos abstractos de “buena conducta”, “legalidad” e “interés público, a los que hemos hecho referencia en oportunidad de deambular el camino de las definiciones en las distintas corrientes doctrinarias analizadas. La individualización de la conducta específica, incorporada a la norma, o sea a la legalidad que debe aplicarse a aquella y la influencia de su conclusión en miras al interés público, constituyen elementos que confluyen para obtener una intervención judicial razonable. Ya no se trata de la fantasía dogmática de la administración ni la del juez.
A todo esto se suma otro concepto, mas concreto que aquellos que hemos nombrado, especialmente a tenor de las normas constitucionales expresas que lo implican, pero no por ello, menos controversial: el sujeto portador del interés público. Esto nos lleva necesariamente a hacer referencias históricas en cuya ruta encontramos etapas que la distinta concepción del Estado, ha marcado de manera tajante a través del tiempo.
En la obra “Constitución de la Nación Argentina”, concordada y comentada por María Angélica Gelli, la autora relata la evolución antes referida:
La concepción demoliberal de la Constitución histórica reconocía en el derecho personal de propiedad y en la libertad contractual, dos pilares fundamentales. El derecho de propiedad fue consagrado expresamente en el texto constitucional, arts. 14 y 17. En cambio, los derechos contractuales resultaron implícitos y se derivaron de los derechos de comerciar, de navegar, de ejercer industrias lícitas, de trabajar, de asociarse y de enseñar, reconocidos en el art. 14 de la Constitución Nacional. Los derechos contractuales y de propiedad fueron reglamentados por la legislación común, en especial por los Códigos Civil y Comercial.
En aquella concepción, correspondía al Estado garantizar a los habitantes el ejercicio del derecho de usar y disponer de su propiedad –removiendo eventuales obstáculos generados por terceros- y otorgar reconocimiento jurídico a los acuerdos celebrados en los contratos. La autonomía de la voluntad –para contratar o no, para elegir con quién hacerlo, para fijar el contenido del contrato- cedía solo ante el objeto ilícito o el daño a terceros. En estos casos correspondía la intervención del Estado federal, reglamentando los derechos contitucionales por vía de los códigos sustantivos o de fondo o la acción de las Provincias, en virtud del ejercicio del poder de policía, de salubridad, moralidad y seguridad.
Sin embargo, esa perspectiva civilista o privatista se atenuaba a tenor de lo dispuesto por el anterior art. 67, inc. 16 (actual art. 75, inc. 18) de la Constitución Argentina, llamada cláusula para el progreso. Esta norma, interpretada con amplitud, posibilitaba el ejercicio del poder de policía de bienestar a fin de instituir un equilibrio normativo entre las garantías contractuales y las de propiedad por un lado y el bienestar general que debía procurar el Estado, por el otro. Esa armonía dispositiva creada por la Constitución entre aquellos dos valores, no se tradujo en un efectivo balance de los intereses en juego. La creciente intervención estatal iniciada en los años treinta limitó intensamente los derechos económicos, bajo la justificación de otorgarles una mayor protección a sectores en crisis o desprotegidos. A fines de la década del cuarenta, la reforma constitucional cristalizó al Estado como agente económico y “propietario” de bienes y servicios considerados esenciales para la obtención del bienestar general. Son paradigmáticos de esa concepción los arts. 38, 39 y 40 de la Constitución de 1949 que consagraron la función social de la propiedad, el capital y la actividad económica (cap. IV) y facultaron al Estado para intervenir en la economía y monopolizar determinada actividad, dentro de los límites fijados por los derechos fundamentales (art. 40).
A partir de 1957, en el diseño normativo de la Constitución confluyeron los principios del liberalismo y del estado social del derecho, en una difícil síntesis que no siempre se trasladó al ámbito de las conductas. En los hechos, varias de las declaraciones del art. 14 bis se transformaron en derechos programáticos sin vigencia alguna. Por ejemplo, el derecho de los trabajadores a participar en las ganancias de la empresa, con control de la producción y colaboración en la dirección de aquella. Por su parte, las libertades económicas se desdibujaron por la intensa regulación estatal dictada hasta fines de la década de los ochenta que favoreció el desarrollo de un capitalismo prebendario y sin riesgos. Pero a partir de los noventa, comenzó un proceso de desregulación y privatización de empresas estatales, en especial, de servicios públicos, operado no siempre desde la ortodoxia constitucional por la utilización de los decretos de necesidad y urgencia con sustento en los principios del liberalismo económico y en la necesidad de eficacia en la prestación del servicio.
La política que postulaba el retorno a los principios constitucionales de la libertad económica, como medio de conjurar la crisis del país, tuvo su antecedente en el Decreto de Necesidad y Urgencia Nº 39/90. El llamado Plan Bonex fue emitido en medio del recrudecimiento de la hiperinflación y consistió en la conversión de depósitos bancarios por Bonos del Estado. Tal decisión –por el contenido de la medida y por el instrumento empleado- recibió severas críticas de la doctrina pero fue convalidada por la Corte Suprema en el caso “Peralta”. Mas tarde, se dictaron dos leyes sustantivas –Nº 23.696, de Reforma del Estado y Nº 23.697 de Emergencia Económica-. Sin embargo, la política de desregulación se efectuó por Decreto, invocando aquellas disposiciones y, al mismo tiempo, la emergencia económica (Decreto 2284/91 de Desregulación Económica).
En medio de este proceso privatista, con predominio mercantil, actos de fé liberal y retroceso del Estado, se produjo la reforma constitucional de 1994 que incorporó algunos de los llamados “derechos de tercera generación”. Así, la protección de usuarios y consumidores ingresó en la Constitución, mientras el espacio público disminuía ostensivamente y cada persona se tornaba usuario vulnerable en un creciente mercado de consumidores…”
Para resumir, en el Estado liberal y en mérito de esa visión que proyectaba una tajante división entre Estado y Sociedad, el Estado se regulaba y la Sociedad se autorregulaba por sus propias normas. Eran dos esferas separadas: una definida por el derecho público, la otra, por el derecho privado y como consecuencia de todo esto estaba el interés público que era considerado ónticamente uniforme, siempre igual a sí mismo, un solo interés público y un solo sujeto portador del mismo: el Estado quién, a su vez, era el único que podía decir que era el interés público. Con posterioridad, en la etapa del Estado de bienestar, del Estado interventor, este al acometer como propias ciertas funciones, se tomó conciencia que no hay “un interés público” sino que lo que en realidad hace el Estado es seleccionar ciertos intereses sociológicos y asumirlos como intereses públicos cuando le parece que tienen la relevancia necesaria como para convertirse en tales.
La incorporación del actual art. 42 de la Constitución Nacional trajo un cambio muy grande y no es casual que la concepción política del Estado, de la Sociedad y hasta del interés público “baje como un producto” al ordenamiento jurídico, de fondo y al procesal también. Nunca las cosas se dan sueltas. Si uno las vé en su tiempo, guardan una cierta relación. El actual Art. 42 de la Constitución Nacional ha cambiado no solo la noción del interés público sino la del/los sujetos portadores del mismo. Desde el vamos, ya no existe “un sólo interés público”, sino intereses heterogéneos. A ello, se suma no solo todo un sistema de sujetos portadores de esos derechos o intereses, sino de formas, formalismos o procedimientos a través de los cuales se ejercitan o ejercen.
Como si esto fuera poco, la norma de referencia pone como cometido propio, concreto y específico en cabeza del Estado, el deber de fomentar y de proteger determinadas actividades que se consideran directamente vinculadas con los intereses generales o de incidencia colectiva, debiendo intervenir en situaciones de monopolio o en defensa de la competencia contra toda forma de distorsión de los mercados.
En menudo brete se ha metido el Estado … y cuánto mas complicado resulta la resolución de tan entramada situación en sede administrativa. El Estado ha sido y sigue siendo portador del interés público, ahora, en un pié de igualdad con el usuario que trae su propia concepción de lo que es el interés público y lo hace con idéntica jerarquía constitucional. A su vez, se introduce la figura de las concesionarias o prestatarias de servicios público que por definición originaria, semántica y de contenido, no pueden escapar a su impacto como de interés colectivo, general y, en definitiva, de interés público. Y aunque el interés de la concesionaria pueda o quiera ser entendido como un “interés particular”, constituye materia de interés público procurar a su tutela jurídica por que ello es de interés del Estado y de la sociedad en su conjunto.
Como la actual Constitución española data del año 1978 y contiene un art. 24, similar –aunque con una definición mas abstracta- al 42 de nuestra Carta Magna, la jurisprudencia que se trae desde “la madre patria” parece haber encontrado algunas soluciones, mas o menos razonables, que nos pueden ayudar en este gran debate. Así, el Tribunal Supremo tiene algunos fallos que refieren con total tranquilidad de espíritu –y han sido aceptados con naturalidad- que en la resolución entre intereses contrapuestos y asumidos como propios por el Estado, por los usuarios y por las concesionarias o prestatarias de cualquier servicio, lo que debe tomarse para dirimir la cuestión, es la naturaleza del interés público que se pueda extraer de cada uno de esos intereses, reconociendo la vigencia y la protección de aquella pretensión que trasunte el mayor grado de prioridad para los intereses colectivos de la sociedad. Revelador, ¿no es cierto?...
Algunos fallos nacionales parecen transitar similar senda y aunque como hija de una docente jubilada, su referencia me acarree algunos problemas de índole familiar, he de asumir el temor reverencial que me ataca para traer a colación aquellas medidas cautelares resueltas por distintos órganos jurisdiccionales a los que le cupo resolver el planteo efectuado por empresas prestatarias de servicio de transporte público ante la decisión administrativa de impedir la circulación de todo vehículo que careciera de la oblea que acreditaba el pago del impuesto extraordinario con que, en una primera etapa, se conformó el fondo especial para pagar el incentivo docente.
Aquí, se advertían claramente intereses contrapuestos: la necesidad de recomponer, aún con las características especiales del incentivo, el salario de los docentes, ejecutores de un servicio público irrenunciable: la educación. Por otro lado, el Estado que ante la imposibilidad económico-financiera de afrontar una recomposición debió acudir a una imposición tributaria y finalmente, los prestatarios del servicio público de transporte como ejecutor de otro interés tan sujeto a protección como la propia educación. Los debates judiciales que se tramitaron en la Justicia (porque fueron varios), siguiendo el camino de la jurisprudencia española y, por vía de medida cautelar, decidieron la suspensión de la decisión administrativa de impedir la circulación ante la falta de pago del impuesto. No se resolvió la cuestión de fondo relacionada con la legalidad o ilegalidad, la razonabilidad o irrazonabilidad de la imposición tributaria, simplemente se hizo referencia a la exhorbitancia de la medida sancionatoria, alegando que el Estado podía, muy bien, adoptar soluciones diferentes ante el incumplimiento, por ejemplo, disponer la ejecución del tributo.
Y, llegamos al fin de estas cavilaciones, mas difíciles de escribir que de debatir verbalmente, mas extensas que lo programado y acarreando mas dudas que certezas.
Me consuela, sin embargo, la convicción que es frente a la adversidad cuando el individuo avanza con mayor firmeza y voluntad y si de derecho estamos hablando, echemos mano a la historia para recordar aquél magistral debate que se desarrolló el día 20 de Abril del año 1853, fijado para la presentación por parte de la Comisión del Proyecto de Constitución Nacional.
Dice mi amigo, Benito Carlos Garzón (sampedreño de nacimiento, tucumano por residencia) que “…el día estaba húmedo, con la brisa del río apenas moviendo las hojas de las palmeras. Algo se presentía en el ambiente por parte de los “circuleros” como les decía Sarmiento a quienes habían llevado el peso del trabajo, Gorostiaga, quién había escrito de su puño y letra el Proyecto, mostraba signos de cansancio y nerviosismo…”Y, no era para menos, tres días antes, la Asamblea había conocido la decisión de Urquiza de reiniciar las hostilidades con Buenos Aires, anticipando que pondría sitio a la ciudad el día 23 de Abril. En ese clima de presiones cruzadas, de apuro por sancionar al fin la norma anhelada y con la conciencia que se estaba sesionando con el telón de fondo de los cañones de la guerra civil, Facundo Zubiría, diputado por Salta y Presidente del Congreso General Constituyente, pidió permiso para poder hablar desde el recinto, hecho lo cuál y luego de invocar a su conciencia y sus deberes con la Patria, dijo:
“Si pues debemos a nuestra Patria la verdad toda entera, sin disfraz ni reticencias; paso a decirla como la concibo y sobre los puntos que mas le interesan saberla por contraria que ella sea, a sus deseos, a sus opiniones y aún a sus mismas órdenes. Como yo la sirva, aunque parezca víctima de estas.
Se dice …” que los Pueblos desean Constitución”, que “piden Constitución”, que “la exigen de sus representantes”.
Si eso es cierto, sin condición alguna, será porque en la Constitución crean ver el remedio de los males que los aquejan, el término de sus prolongadas desgracias, el sepulcro de la tiranía y la anarquía que los han devorado, la fuente de un inmenso y feliz porvenir, el verdadero y único garante contra las revoluciones y crímenes que forman su sangriento cortejo.
Si, Sr. , porque en la Constitución creen ver todo esto, será que la desean y piden con anhelo. Más, desde que en la Constitución que se dictare en las actuales circunstancias de la República, no vea yo tal suma de bienes, sino la continuación de los males que con ella se pretenden curar y la fuente de otros nuevos y mayores para el porvenir, mi conciencia me ordena en alta voz, que ante mi Patria y sus representantes levante la mía para exponer las razones que tengo en contra de sus deseos, si es que subsisten; para oponerme a la sanción de una Carta Fundamental, y pedir en consecuencia, su aplazamiento de una época mas oportuna que la presente a una época de paz, no de guerra civil, de calma y no de revoluciones, de orden y no de trastornos, como en la que hoy se halla la República; a una época, en fin, como en la que se hallaron los Pueblos cuando creyeron llegado el caso de constituirse y nos encomendaron tan ardua tarea.
Es pues, indudable, que la Constitución que de ellos emane, no será sino la enérgica expresión de esas pasiones, de esos sacudimientos, que si fueron útiles para destruir lo preexistente, no lo serán para desenvolver el caos que ellos dejan, para depejar el terreno del montón de ruinas que queda y empezar a edificar con la calma de la razón y de la sabiduría, único molde en que deben ser vaciadas las leyes y en especial, la fundamental.
Siendo pues, revolucionarios y violentos los actos que de dicha Constitución emanen, no será extraño que parezca al nacer, sin dar otro resultado que el de aglomerar materiales para nuevos y frecuentes incendios. De ahí, resultan las incuestionables verdades siguientes, comprobadas con nuestra propia historia:
1.-Que toda Constitución, inoportunamente dada, solo sirve para forjar las cadenas del despotismo o afilar los puñales de la anarquía, antes que para establecer el suave imperio de la ley.
2.- Que dar Constitución a los pueblos fuera de oportunidad y sin los medios de asegurarla, es arrojar a su seno una “Tea” encendida que los devore y consuma.
3.- Que como cada desengaño y cada esfuerzo inútil, alejan la consecución del objeto que uno se propone alcanzar, así cada Constitución frustrada hace retroceder a los pueblos mas allá del punto de partida; siendo fácil deducir, que una serie de Constituciones rechazadas impunemente, constituyen una mala tradición para la nueva que se dictare.
4.-Que aceptar la misión de constituir un país sobre montones de ruinas y cadáveres sin previa preparación del terreno, o en medio de tempestades y olas embrabecidas, sin esperar que ellas calmen, no importa otra cosa que aceptar la responsabilidad de la anarquía y del mayor de los escándalos que se pueda ofrecer: “sacar el mal de la misma fuente del bien”.
5.- Que los ensayos de Constituciones cuando los pueblos no están preparados para ellos, en vez de ensayos, son catástrofes que los hunden en un abismo de males, son para-rayos mal construídos, que atraen el fuego eléctrico, sin preservarnos de él.
6.- Que una Constitución por lo mismo que es lo mas sagrado que se conoce en el orden político no debe ser expuesta a la profanación, sin aceptar todas sus consecuencias; porque cuanto mas sagradas son las cosas, tanto mas criminal y funesta es su prostitución: es convertir en veneno lo que debiera ser un antídoto o elixir de vida.
7.- Que cuando las pasiones están exaltadas, no hay leyes que impidan los trastornos, porque aquellas tendrán siempre mas fuerzas que estas y que toda la razón de los Legisladores; mucho mas si alterada está aún por el excesivo deseo del bien, es arrastrada a los extremos que solo están en la cabeza de los hombres y no en la naturaleza de las cosas.
8.- Que como donde no hay costumbres republicanas, la República es la peor de las formas, así también cuando los Pueblos no están preparados para recibir una Constitución es el peor de los remedios que se puede aplicar.
9.- Que esa preparación no ha de buscarse en la mente de los Legisladores, sino en las costumbres, opinión, hábitos o la disposición de los espíritus para recibirla, observarla y aceptarla, como el símbolo de la fé social y política”.
A tan fogoso discurso, respondieron en contra los diputados Juan María Gutiérrez, Huergo y Seguí, pero entre todas aquellas observaciones se destacó notablemente, el discurso del Presidente de la Asamblea, Don Salustiano Zavalía, representante por Tucumán, quién replicó de esta manera:
“Después del discurso luminoso que acaba de pronunciar el Sr. Diputado, miembro informante de la Comisión de Negocios Constitucionales, poco hay que agregar. El ha fundado de una manera incontestable la oportunidad de la sanción de la Carta y ha hecho una justa apología del Proyecto de ella. Sim embargo, diré pocas palabras en contestación al discurso escrito que nos ha presentado el Sr. Diputado por Salta, dirigido a manifestar “que no es tiempo de dar la Constitución Nacional”.
Dejando de lado el cúmulo de máximas políticas en que abunda, que si bien son verdades fuera de toda disputa, son al mismo tiempo incoherentes y ajenas del punto en cuestión; encuentro en el escrito del Sr. Diputado de Salta, cinco argumentos de fondo, sobre que giran todas sus reflexiones. La República, dice, no está en paz y el orden no está bien establecido.
No hay en nuestros Pueblos costumbres republicanas sobre que pueda apoyarse la Constitución. No hay un Poder político capaz de asegurar su observancia por los Pueblos de la Confederación.
Diferentes Estados de Europa, hoy florecientes, se han constituido por actos sucesivos y no por una ley fundamental que abrace todos los ramos del Gobierno.
Aunque hemos recibido de los Pueblos, la misión de constituirlos, la situación ha variado, y no estamos obligados al cumplimiento de un mandato que se ha tornado pernicioso a nuestros comitentes.
A estos cinco puntos puede reducirse en sustancia cuanto contiene la oración escrita del Sr. Diputado por Salta, como prueba de la inoportunidad del Proyecto de Constitución. Procuraré refutarlo en su orden.
El Sr. Diputado de Salta nos ha pintado la actualidad de la Confederación con tintes exagerados; nos ha pintado tempestades políticas sobre todo nuestro horizonte cuando solo aparecen sobre un punto del territorio argentino, próximas a conjurarse. En fin, nos ha trazado un cuadro lúgubre del estado del orden público de las Provincias, valiéndose para ello del brillo de su talento y de las ventajas de la calma del bufete: pero en ese cuadro hay mas poesía que realidad. Con las imperfecciones propias de nuestro modo de ser político, existen los Pueblos por lo general, subordinados a sus Gobiernos; Pueblos y Gobiernos se muestran dóciles a las resoluciones del Congreso y del Director. No ofrecen resistencia a la Organización Nacional, antes, la piden a gritos. Y si el orden no es completo, si la paz no reina en todos los ángulos de la República, es porque no tenemos Constitución; es por eso mismo que debemos darla cuanto antes. La Constitución es el correctivo de esos males: ella, es el mejor elemento de orden, porque señala a todos sus deberes y sus derechos. Y esperar, como quiere el Diputado de Salta, a que los Pueblos se pongan en perfecta paz y orden político para dar la Constitución es como esperar que se sane el enfermo para alicarle los remedios.
Lo mismo es aplicable al argumento de la falta de costumbres republicanas, como obstáculo para promulgar la Carta. Por lo mismo que nuestros pueblos no están educados, es preciso ponerlos cuanto antes en la escuela de la vida constitucional; pues el reinado de la anarquía y el despotismo en que hemos pasado todo el período de la Independencia no es a propósito para formar buenos ciudadanos. Hay dos fenómenos notables para observar en la vida de nuestros Pueblos, después de emancipados de la Metrópoli; fenómenos que han existido juntos, como lo está el efecto a su causa. Cuarenta años de inconstitución y cuarenta años de desórdenes políticos y depravación de costumbres. Preciso es convencernos; esto procede de aquello. Una prueba flagrante de esta verdad tenemos en dos de las Repúblicas hermanas mas vecinas a la nuestra. Chile y Perú, marchan en prosperidad creciente, en lo que hace a riquezas y civilización, mediante la Constitución Política que los encamina, y los sacó del estado miserable de anarquía en que yacían. Y esta es la mejor contestación que puede darse al otro argumento del Sr. Diputado de Salta, deducido del ejemplo de aquellos Estado europeos que se han constituído por actos sucesivos. Esos Estados tienen con el nuestro, muy poca analogía. Gran diferencia de orígen, de raza, de antecedentes históricos, hacen que no debamos aventurarnos a imitar su ejemplo, mientras que las Repúblicas vecinas, de idéntico orígen, con costumbres, religión, idioma y tradiciones análogas, suministran una experiencia digna de examinar e imitarse.
Echa de menos, el Sr. Diputado por Salta, un Poder político suficiente a garantir la observancia de la Ley Fundamental; y sobre este punto ha respondido bien el Sr. Diputado, miembro informante de la Comisión. La Constitución crea un tesoro, un ejército nacional y, sobre todo, un Magistrado Supremo con atribuciones detalladas y consagradas por la ley. Y, yo añado, existirá ese Poder y será robustecido por el poder incontrastable de la opinión nacional, que si en un punto están acordes todos los Pueblos y los Gobiernos Argentinos de la época, es en el deseo de la Constitución; a tal grado, que se perderá en política, cualquiera sea, que se ponga en oposición con el pensamiento de organizar el país…”
Con este párrafo del discurso de Zavalía me quedo, no sin antes destacar que el resultado, con catorce votos en contra de la suspensión de la Convención y cuatro a favor de aquella, superó el principal obstáculo para la sanción de una Constitución que fue votada, más que con el número que el resultado arrojó, con la convicción, la firmeza y el espíritu que la llevaron a liquidar el despotismo y la anarquía. Ha de ser en ese mismo espíritu en el que encontremos la resolución de los temas fundamentales que nos permitan dispersar las dudas y evitar las cavilaciones en que aquellos nos involucran.