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Hotel Gregorio
Finca La Colorada

Hotel Gregorio

 

 

Ricardo Dubin

Apuntes estéticos desde Jujuy
Orígenes, danzas y artes visuales

(Segunda entrega)

 

En el arte, como en la filosofía, hay dos orígenes: aquel ubicado en el pasado, cuando comenzó la práctica artística en cada cultura, y aquel que mueve al artista a realizar su obra. Hubo un momento histórico en el que nació el arte, cuyo transcurso llega hasta nuestros días construyéndonos como artistas y como espectadores, y ese momento podría estar íntimamente relacionado con aquel en el que en cada artista nace la necesidad de crear.

 

Tomemos los ejemplos de la entrega anterior. En Cueva del Indio nos detenemos ante tres de sus personajes: un hombre enorme, emotivamente distorsionado, con el torso doblado como señal de la fuerza que le imprime a la flecha. Su flecha, larga, traza un horizonte. Sobre el horizonte: un hombre con vestido de motivos blancos, con arco y cofia o cabello blanco. Debajo, un hombre de las mismas características pero que, en vez de tender el arco, pone en el suelo una cruz.

 

El motivo podría señalar el fin de un combate (la derrota de uno y la victoria de otro), pero en él sin duda están los significados políticos, míticos o metafóricos que la guerra tuvo para su tiempo y su cultura. La distancia que hay entre nosotros y el autor o autores, pongamos acá como mera acotación, agrega un elemento dramático a nuestra emoción al contemplarlo. No saberlo no es una ausencia sino una presencia emotiva: la de la imposibilidad de su pleno conocimiento.

Motivo de Mulahuda. Mirando las pinturas de la Cueva.

Del arte cristiano tenemos suficientes códigos. Sabemos qué simbolizan las velas de la Candelaria y el perro de Roque. Podemos recurrir a un diccionario de arte cristiano y traducirlo. A la obra de un pintor contemporáneo, podemos acercarnos a la vez con los códigos de su escuela y de su estilo. Para comprender a Picasso, recurrimos a lo que sabemos sobre el cubismo y sobre Picasso, más allá de que la sola contemplación de la Mujer Llorando pueda emocionarnos. Pero a la emoción podemos agregarle la inteligencia de sus motivos. Ante la pared de Cueva del Indio, nos paramos con la sensibilidad que la obra hiere y con la presencia de la ignorancia de sus motivos.

 

La piedra de Mulahuada, entre otras cosas, nos presenta figuras que, acaso, no sean más que una sola proyectada en el tiempo. Debajo, un hombre arrodillado con los brazos a los lados, como quien venera a una deidad. Sobre él y a su izquierda hay tres figuras, una encima y dos a su lado, en las que los brazos se abren en alas, y en la cabeza tienen un rectángulo con una suerte de corona a modo de antenas o plumas. Podríamos suponer que son máscaras del hombre vestido de ave. En el extremo, un ave con las alas extendidas como si volara. A lo alto, el ave volando hacia un círculo, que podría ser la luna o el sol.

 

Si no nos sugiere un ritual de metamorfosis, nos hace pensar en una mímica del ave. En todo caso, podemos decir con certeza que en la representación hay un vínculo entre el ave y el hombre, y que el hombre, arrodillado y con los brazos abiertos a los lados, tiene una actitud ritual. Walter Benjamin prejuzga que “las obras de arte más antiguas surgieron, como lo sabemos, al servicio de un ritual, que primero fue mágico y después religioso”, y aunque en esta certeza haya acaso más del pensamiento del tiempo de Benjamin que del originario de la obra, sin embargo podemos tenerlo como señalador de lo que buscamos en este acercamiento.

Vistiendo a los samilantes (en la fotografía: el bailarín Rolando Alavar y los celebrantes Máximo Puca y Miguel Liquín).

Lo que pronto nos dirá la bailarina Mariana Castro hace referencia a ello: el contexto modifica la esencia de lo representado. No es lo mismo bailar una chacarera que participar de una danza ritual. Ignoramos el contexto de Mulahuada y la Cueva, que deberían configurar la significación de sus imágenes, pero sigamos antes de darle lugar a representaciones actuales que podrían darnos una pista.

 

Agustín de Hipona recuerda, en el capítulo XVIII de La Ciudad de Dios, que los soldados de Diómedes, al regreso de Troya, “fueron convertidos en pájaros, y esto lo tienen no como leyenda mítica, sino como historia comprobada”, para lo cual da algunas explicaciones racionales, aunque agrega que “hemos de creer con toda firmeza que el Dios omnipotente puede hacer cuanto quiera”.

 

Leopoldo Lugones, por su parte, refiere la historia de aquel brujo que se revolcaba en cuero de tigre para transformarse en capiango, de los cuales tuvo cuatrocientos Facundo Quiroga en sus tropas. Vale decir que la transformación del hombre en bestia, o en ave, es cosa sentada en las creencias, ya del clasicismo heleno como en los relatos nuestros. Aun así, la de Mulahuada podría no tratarse de una metamorfosis sino de una imitación, como sucede en nuestra danza de los samilantes con el suri, así como en el carácter ritual de un combate, como sucede en el tinku.

 

Recordemos que la de los samilantes, con plumas de avestruz, se realiza en los tiempos secos ante los santitos o vírgenes del calendario católico. Probablemente precede a la evangelización, hay datos de ello en algunas crónicas. Las plumas de ñandú engalanan danzas tanto en Perú como en Bolivia, y aun el tocado de la Virgen de Pomata, y entre los mapuches se lo baila con el nombre de choique purrum, donde también buscan copiar sus movimientos. Los celebrantes nuestros imitan al ave en distintos momentos de su vida: cuando busca agua o cuando cría a sus pollos, por ejemplo, y algunas veces lo hacen meciendo reses de cordero. Se lo vincula con las rogativas para pedir la lluvia. Lo acompaña el sonido de largas cornetas, también llamadas erques, que es instrumento de invierno.

El tinku, en cambio, está más cercano a rituales de orden pagano que representan el combate de dos parcialidades o dos pueblos. En su origen incluye la pelea, que es de carácter sangriento, cosa que se extiende a sus pasos y a la música que lo acompaña. Ya estilizado, se popularizó su ritmo con los Kjarkas, suele incluirse parte de su coreografía en la celebración de Quillacas y representa centralmente a la comunidad boliviana.

 

La danza tiene muchas similitudes con las artes plásticas, que no trataremos aquí, pero si hablaremos de su principal diferencia: una pintura perdura en el tiempo. Las de la Cueva sobrevivieron miles de años y aún nos hablan, aunque no comprendamos su idioma, pero la danza representa tramas y metáforas sólo mientras los cuerpos de sus actores la representan. Podemos ver hoy las pinturas de la Cueva y las tallas de Mulahuada, pero nada sabemos de sus bailes. Sin embargo, sabemos de aquellas que hoy tienen imágenes semejantes, y vamos en ese sentido.

 

Digo “danzas” y acaso sea en parte impropio. “Era una misión, nuestra misión a la Virgen, una promesa, algo así”, me cuenta don Felipe Liquín, samilante purmamarqueño. “Yo he aprendido con su papá de ella, ya esos señores se han ido, entonces al poco tiempo me dicen: flaco, ¿no te animás vos a hacerte cargo?”, recuerda don Saturnino Rivera, que celebra de Abra Pampa. La celebración tiene, así, al menos dos características que la diferencian o encuadran dentro del conjunto del arte: una misión religiosa, y en todo caso comunitaria, y no se la ejerce por vocación o deseo, como podría pensarse de un bailarín, sino porque alguien, en la comunidad, debe hacerlo.

Samilantes de Huichaira (Mariana Castro entre ellos). Mariana Castro y el tinku.

Dijimos ya que el arte, como la filosofía, tiene dos orígenes. No podemos llegar al de los pintores de la Cueva ni al del artista de Mulahuada, pero podemos tomar un atajo: conversar con Mariana Castro, bailarina que practica tanto la celebración de los samilantes como el tinku, quien nos dice que “vengo aprendiendo el folclore de muy chica con maestros como Hugo y Mariela Cazón. Luego tuve la oportunidad de ir al IUNA, donde cursé la licenciatura en folclore y tango, y de ingresar al profesorado de expresión corporal, que me permite mirar desde otro lugar”.

 

Charlamos justamente con ella por esa perspectiva que le “permite mirar desde otro lugar”, ya que ha trabajado una reflexión sobre estas danzas, elaboración intelectual que no suelen realizar los celebrantes. Menos que etnográficamente (pero mis charlas con los celebrantes tampoco lo fueron), con ella podemos conversar sobre aquello que atraviesa a una mujer que, además, toma estas danzas como un modo de reconstruir su identidad, no sólo para adquirir herramientas expresivas.

 

Folclore y cultura

Mariana Castro nos dice que el “folclore nació como una creación para fomentar la identidad nacional, con danzas en su mayoría de carácter criollo, con la idea de que se puedan aprender en una academia extraídas de un contexto más rico que el de una coreografía. Hay otras miradas críticas que ven al folclore como a la cultura. Lo que se ha planteado como folclore es la cultura misma, viva, vigente”.

 

Nos dice que “cuando hablamos de una celebración, hablamos de un contexto, que es algo muy difícil de poner en un escenario. Uno hace una abstracción, una proyección de eso cultural que vio y que es una reinterpretación, algo para un público y con determinados fines. El tema del contexto te da otro marco en el que uno es observador participante, no sólo es observador sino vivenciador. Uno lo vive con una conciencia de entregar el cuerpo a esos pasos, a celebrar con ese cuarto, a una imagen, y completamente despojada del ego, por lo menos del ego artístico. Es entrar en esa sintonía del momento con los erques que suenan, con la gente que viene con la imagen. Uno, que ya no es uno pero que sigue siendo uno”.

 

Metamorfosis e identidad

En algunos momentos he podido ser más consciente de no ser Mariana la que baila, y si ser Mariana la de la comunidad. La que está acá porque alguien tiene que estar aquí, nadie más, y ha sido una experiencia muy fuerte a nivel corporal porque tiene que ver con emociones, sensaciones. Creo que en ese momento se transforma en un ritual. Puede servir de catarsis, de purificación, de transformación para yo sentirme otra persona luego de eso”, dice. “Eso lo he vivido, no siempre, y ahí sentí que pude soltar toda la mente de Mariana la que baila y de la que es parte de no sé qué cosa”.

 

Yo venía de la chacarera, que me liberaba y me gustaba, pero que no terminaba de darme algo más, que encontré en el tinku. Era lo ritual, una identidad, una historia que me era más afín. Era la mirada que Marcelo Vargas y Noemí Martínez le dan al tinku, que habían aprendido en una fraternidad de San Salvador con gente de Bolivia. Ellos le dan ese carácter de ritual, hicimos los trajes y fuimos al río a pedir permiso con una cosa tan significativa para mi que transformaba la danza en un hecho mucho más potente que sólo la danza folclórica”.

 

Con los suris también me pasó algo parecido. Yo veía estas expresiones de chica. Vi los samilantes y vi las mujeres que cuarteaban acá en Humahuaca con la Virgen de la Candelaria. Siempre me llamó la atención, y cuando estaba leyendo libros e investigando, quedaba en eso el suri porque nunca había participado tan de cerca. Me fui a Buenos Aires y conozco a Norma Acosta, que es una mujer que empezó a trabajar con danzas ancestrales, necesitaba bailarinas y hacemos la representación del suri”.

 

 

Danza y vivencia

Yo me venía preguntando qué es la danza, me interpelaba desde un montón de lugares que desconocía hasta ese momento. La danza era algo más amplio, era parte de la cultura, era funcional, y nosotros en Humahuaca teníamos todavía de esas cosas que eran funcionales a determinadas celebraciones, con esto de seguir haciendo algo para no perderlo, una costumbre y la vivencia, el sentimiento, porque puedo decir que recién ahora estoy experimentando el sentir con todo lo que es mi cultura”.

 

El tinku me llegó como un paso de baile con una música que me atraía corporalmente, que deseaba bailarla, me motivaba, pero que aprendí desde las características de los pasos. Después pude encontrar todo lo que me produce cada vez que la bailo. Con los samilantes me pasó lo mismo, que era aprender los pasos sin el contexto. Pero con la vivencia me vino otra cosa que fue tratar de despojarme”.

 

Cuando celebramos en Buenos Aires para la inauguración de un tótem de Canadá, empecé a pensar que el suri es un animal totémico de acá. ¿Cuáles serían los tótems de los omaguaca, de los tilcara? Conocemos más los de la cultura incaica, los quechuas, los aymara, o los mapuches o los guaraníes. Esta pictografía de Cueva del Indio, es necesario que nosotros podamos hacer una reinterpretación. Es un material que todavía está ahí contándonos acerca de algo que pudo haber existido antes y que nosotros lo experimentamos y lo vivenciamos, entonces ahí empiezo a ver el ave, empiezo a preguntarme por qué el ave, ¿qué eran para nosotros?, ¿qué nos permitían?, ¿qué nos estaban ofreciendo esos seres?”

 

 

Sonido e identidad

De chica vi huevos de suri en la casa de mi tía. Siempre me llamaba mucho la atención, me decían que se curaba con eso. Entonces uno va haciendo una interpretación propia de todos los condimentos con los que se encuentra, que en definitiva terminan dando significado a mi vida. Con esto del ritual del tinku, uno piensa que habrá habido momentos de iniciación para los varones, ¿cómo habrá sido acá? Hoy estas danzas me permiten seguirme preguntando cuánto de nosotros mismos no sabemos”.

 

Para mi yo soy un celebrante, es algo que me permite estar en comunicación con mi comunidad. Si no estamos dentro de estas vivencias, de las fiestas, es algo más difícil. Siento que es algo que me hace parte, yo puedo ser parte y me despojo de toda mi historia personal y soy con ellos, en este lugar, y vivo el celebrar suri como algo que me permite seguir haciéndome consciente de quién soy. Dejo de querer que sea mecánico para decir: ¿qué me está sugiriendo todo este contexto, desde el erque, desde el tambor, que tiene un toque y que me genera algo en el cuerpo bien particular?”

 

Cuando me conecto con esos instrumentos, esta danza me permite conocerme más a mi, a mi comunidad, cómo piensa la doñita, por qué la doñita todavía se quiere persignar, quiere rezar, y aceptar eso también, San Juan y la Iglesia. Yo siento que lo celebro desde mi lugar, y trato de que sean los cerros a los que les estoy celebrando, a los árboles, a la gente si se quiere, me dejo ser y no pienso en la imagen. Me permite bailar en la calle, algo tan hermoso como en Carnaval cuando uno sale a la calle, esta cosa de la vivencia que nunca va a ser lo mismo que bailar un carnavalito en un escenario”.

 

 

Vestuario y juego

Con el traje mi relación es linda porque llega el momento que comimos, que tomamos gaseosa, que charlamos, y ya nos lo tenemos que poner, es todo un ritual. Don Domingo Sajama separando las plumas, te pone las plumas, vos te dejás vestir y te empezás a transformar. Cuando estás con las plumas también podés jugar con que ya no sos vos, que sos el animal, me dejo atravesar por la música y las plumas se mueven, te sentís un suri”.

 

El tinku, en el estilo en que me enseñó mi profesor de Tarija, Orlando Vilca, fue otra cosa, fue encontrar el poder del tinku en mi, la calidad del movimiento. Con Noemí y Marcelo encontré el ritual, algo que me conectaba, que me permitía pensar la danza desde otro lugar, pero cuando lo aprendí con Vilca me permitió encontrar la calidad del movimiento que tiene que atravesarme todo el esqueleto para que yo pueda encarnar esa energía, que es energía de pelea”.

 

No me sirve bailar el tinku con una calidad de movimiento muy suave, muy fluida, ligada, es otra cosa: cortado, hay mucha energía en los movimientos, mucha fuerza y esa intención de querer sacar esa fuerza hacia afuera. Me permitía empoderarme como mujer, sentía que cada vez que llegaba a esa conciencia corporal con la danza, yo me podía encontrar con mi propia fuerza y con mi propia conciencia del cuerpo y no solamente porque es lindo, porque me gustó, sino que uno tiene que estar muy presente en la danza. Entrenábamos el cuerpo en muchas horas de ensayo y después me sentía repoderosa, podía sacar esa energía de la pelea como se experimenta en el ritual”.

 

El tinku y la cueva

 

Tratábamos de hacer toda la parte de la entrada, todo lo que es el encuentro, el llegar celebrando como una especie de huayno, previo a bailar el tinku. Una reunión de encuentro en la que hay copas, bebidas, y de pronto se arma la cuestión del ritual o la pelea. Y esto siempre de la idea de pueblos que se encuentran, algunos con los trajes verdes y otros con los trajes negros, como en las pinturas de la Cueva, siempre con esa calidad de los pasos, con los cruces con que hacemos la simulación de los pasos tipo pelea, pero los pasos bailados, marcados. Después muere la persona, se hace la representación de que muere en la pelea, el circulo entre todos, y después de ese momento viene toda la celebración y terminamos de bailar todos como una gran fiesta final, como sucede cuando hay un santo, la celebración, después la fiesta, bailamos, tomamos”.

Por momentos pienso, o quiero pensar, que no escuché a Mariana Castro sino a uno de los pintores de la Cueva. Aunque hayan representado un combate que vieron, o que les contaron sus mayores, al pintarlo en la pared ya hacían arte. No combatían, pintaban. No mataban, metaforizaban la muerte, y allí nace la poesía.

 

Lo que está en juego en la obra, son la trama y la metáfora. La trama es aquel relato que, resumiendo groseramente a Paul Ricoeur, nos permite entender el mundo como una secuencia temporal. La metáfora, que no es algo muy distinto, toma un relato o una imagen para sugerir otros sentidos. Ya en la Cueva como en el tinku, en la Piedra como en la celebración, se dan tramas, las comprendamos o no, y metáforas que de algún modo, aunque ajenas a las originales, nos sugieren nuevas representaciones.

 

Mariana Castro introdujo también las ideas de identidad, dicha en el sentido de pertenencia a una comunidad y como eco de la historia de un pueblo, de la necesidad de un pueblo de que su cultura no se pierda, y la del arte como transformación del artista, y del espectador, incluso hasta el punto de dejar de ser artista y espectador para ser, no ya ave o vencedor-vencido, sino mediador con fuerzas que nos trascienden, funcionales a una celebración que es, justamente, la del pueblo o comunidad a donde pertenecemos.

 

Intentamos acercarnos a los artistas de la Cueva y de Mulahuada por un atajo, sin saber si es acaso un hallazgo o una ficción (cuando hallazgo y ficción sean, tal vez, actos tan parecidos como los de metáfora y trama). No sé qué tan cerca estamos de las raíces plásticas de nuestra cultura con ello, aunque podemos presentir que hemos dado un paso en ese sentido y que, en las siguientes entregas, podremos dar más.






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