Este artículo es una breve aproximación a la investigación efectuada por Lorena Cohen, Sara López Campeny y Silvana Urquiza, Doctoras en Arqueología, quienes abordaron el tema de la Inquisición en nuestro territorio hacia los siglos XVII y XVIII, a través del estudio de documentos judiciales de la época. El mismo se titula “De mujeres, indios y demonios: la Hechicería en San Miguel de Tucumán, siglos XVII y XVIII”*.
Sobre la Inquisición en San Miguel
de Tucumán (siglos XVII y XVIII)
Las acusaciones por hechicería constituyen en el Nuevo Mundo una de las tantas herencias de la Edad Media europea, en donde la persecución ideológica se combinó con mecanismos de subyugación al poder, especialmente aplicados sobre los sectores más vulnerables de la sociedad.
Por aquel entonces, la fuerte influencia de la Iglesia Católica sobre las dinámicas sociales imperantes en la época articuló una ideología en la que se consideraba como herejía toda oposición política al régimen.
En este marco, cualquier conducta que atentara contra el orden establecido se entendía como una “desviación del camino señalado por Dios”. Para estos casos, las acusaciones por hechicería se convirtieron en un método eficaz para corregir estas conductas, al mismo tiempo que permitían, tal como se estilaba en tiempos coloniales, dar aviso al resto de la sociedad sobre el tipo de penas y castigos a los que serían sometidos en caso de cometer este tipo de delito. Los Jesuitas, para nuestros contextos coloniales, quedaron como la orden responsable de la caza de brujas al estilo europeo en nuestro territorio.
Por aquel entonces las sociedades estaban fuertemente estratificadas en clases sociales, género, procedencia, oficio, etc. Para la filosofía demonológica de la época, las mujeres eran el medio a través del cual el Demonio podía actuar en la Tierra, debido a su “debilidad moral” y su “voracidad sexual insaciable”. Lo cierto es que, entre los efectos del intercambio cultural de la Colonia, el concepto de bruja vino a instalarse a América, y con éste se asociaron muchas de las ancestrales costumbres que imperaban por aquel entonces en los Andes precolombinos.
Por otro lado, se consideraba que las mujeres y los indios tenían la misma condición que los menores de edad, por lo que se constituían como individuos incapaces de tomar decisiones por sí mismos, siendo considerados seres necesitados de protección.
En medio de todo proceso judicial, la marginación era como un efecto inseparable de la adscripción de las penas. Aquí, las acusaciones por hechicería se efectuaban exclusivamente contra mujeres, en especial si pertenecían a los estratos más bajos y dependientes de la sociedad colonial, entre ellos “Las mujeres solteras, viudas, pobres, y sobre todo ‘indias’ fueron los miembros más subordinados y vulnerables de esta rígida estructura patriarcal.“
En muchos de los expedientes, lo que puede observarse es que estos casos de acusaciones por hechicería se dan en contextos en donde es posible legitimar la autoridad y el poder de ciertos actores sociales por sobre algunos sectores de la comunidad colonial.
Sobre el contenido de las denuncias, frecuentemente se alegaba que las acusadas habían efectuado “pactos con el diablo” en donde intercambiaban su alma por la capacidad de hacer “encantamientos” o “daños”. Así podían causar, según el decir popular, enfermedades o males que no coincidían con los cuadros médicos conocidos por aquel entonces. Las autoras consideran que muchos de estos males posiblemente se debieron a padecimientos mentales desconocidos para la época que, a falta de una explicación científica, no quedaba más que vincularlos con maleficios o brujerías.
Durante los efectos de los daños realizados, era común que el enfermo mencionara el nombre de la hechicera que lo había afectado o que “[…]expulsaba de su cuerpo objetos tales como espinas de penca, arañas y gusanos, atados de tabaco con hilo colorado, cabellos, huesos de animales. Muchas veces estas expulsiones constituían la cura del hechizo, al despedir con ellos el mal.”
A diferencia de las acusadas de hechicería, que habían obtenido su poder a través de pactos con el Diablo, quienes determinaban la causa de los hechizos podían ser médicos, adivinos, u otra clase de especialistas que obtenían su conocimiento “por experiencia” o por “haber nacido con un Don otorgado por Dios”. A estos últimos no se les cuestionaba el mecanismo de adquisición de sus conocimientos, y no siempre eran capaces de deshacer los efectos de los conjuros realizados, siendo necesario llegar hasta el responsable del acto para revertirlo.
Entre los querellantes y los acusados, los expedientes judiciales muestran una clara relación de asimetría sociocultural entre ellos, siendo los primeros portadores del prestigio y el poder necesarios para presionar y atemorizar a los testigos que, por cierto, solían ser sus allegados. Una práctica frecuente consistía en crearle fama de hechicera a la acusada, haciendo correr rumores entre los miembros de la sociedad, que en más de una ocasión trascendían las fronteras.
Para la obtención de las confesiones, fue muy común la implementación de torturas y tormentos a través de los que, por medio del dolor, se “llegaba a la verdad del asunto”. Estas prácticas eran muy frecuentes en la sociedad medieval europea y se implementaron, a veces con el mismo nivel de creatividad, en los procesos judiciales de las Colonias.
Se expresa en el trabajo de referencia “Era tan grande el número de hechiceras que al decir de la gente encantaban y hacían daño que el gobernador Juan Ramírez de Velazco (1586 - 1593) obtuvo autorización expresa para aplicar además de los tormentos de uso corriente, las penas de hoguera y destierro perpetuo.”
A través de los tormentos era posible obtener del reo la prueba fundamental de sus actos criminales, confesiones que en gran cantidad de casos respondían más a los efectos del dolor sobre el cuerpo de los acusados, que a la verdad de los hechos.
Aquellos que podían salvarse de estos tormentos eran “[…]los menores de catorce años, al caballero, al maestro de leyes o de otro saber, como a toda persona que fuese consejero del rey o del común de alguna ciudad o villa del reino o los hijos de estos si eran de buena fama y a la mujer embarazada hasta que diera a luz.” De la misma forma, no se podía torturar a los siervos para que declararan en contra de su señor, ni de parientes cercanos.
Una vez obtenida la confesión de los acusados, al día siguiente se les interrogaba de nuevo. Si se retractaba de lo declarado, reiteradas torturas se podían aplicar nuevamente a fin de escarbar más profundo en busca de la verdad.
Algunas reflexiones
Esta nota nos ilustra sobre aspectos de la Inquisición en nuestro territorio, aspecto intrigante por los misterios que hasta la actualidad envuelven a las brujas y su hechicería.
Resulta interesante, en este marco, la comprensión histórica de algunos conceptos que llegaron a través del régimen colonial a nuestras tierras y las mixturas que resultaron de este nuevo Orden del Mundo, en espacios fuertemente regidos por las diferencias de género, clase social, castas, oficios, etc.
En este marco, la acusación de hechicería se volvió uno de los mecanismos más eficaces para establecer y legitimar el poder político y religioso de algunos miembros de la sociedad por sobre otros, con un especial énfasis hacia los sectores más débiles de la sociedad y hacia ciertas personalidades de la época que pudieran haber resultado molestas o amenazantes para el status quo de la Colonia.
Es interesante pensar en el presente, qué tipos de mecanismos de control tienden a gestionar la legitimación de los poderes que regulan e intervienen en nuestras realidades sociales, cuáles son los mecanismos por los que actúan y sobre qué sectores de la sociedad se están ejerciendo. Después de todo, no debe ser tan fácil librarse de las herencias…(AP)
*LÓPEZ CAMPENY, S.; COHEN, L. y S. V. URQUIZA. 1999. De mujeres, indios y demonios: la hechicería en Tucumán (Siglos XVII y XVIII). Desmemoria. Re-vista de Historia. Buenos Aires: Zoe, vol. 6 n. 23/2: 99-117 ISSN 0328-4557.
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