(Tercera entrega)
Dejamos, al fin de la entrega anterior, al arte en su acción de representar una transformación, una acción que modifica algo. En medio de una tierra que, si no nos es hostil, es al menos ajena a nuestra voluntad, nos creamos corazas de cultura, arte, religión, magia, ciencia o tecnología, que nos permiten incidir sobre las decisiones del entorno y así vivir algo más confiados.
El arte puede ser entonces imagen mediadora de la magia, o un relato mágico como el que tanta huella dejó en la literatura de nuestro continente, desde el Popol Vuh y las crónicas jesuíticas hasta García Márquez. Vimos, en Mulahuada, hombres cuyos brazos se mudan en alas y vuelan, y vimos la danza que imita el movimiento del ave porque el ave busca agua y el hombre la necesita. Vimos la lucha, como una suerte de Ilíada plástica en Cueva del Indio y como un combate letal en el tinku, y la victoria-derrota en una metáfora abierta. Vimos el ego artístico transmutado en entrega a la comunidad.
No son muy distintos los presupuestos que nos hacen pensar que el Guernica de Picasso o Imagine de John Lennon pudieron ejercer cierta influencia en ese algo de paz más o menos duradera. Otros le atribuyen una huelga a una canción de Horacio Guaraní o el pesimismo a Cambalache. Tampoco es distinta la religiosidad que, en diversos modos hasta nuestros días, encuentra en la imagen de una Virgen o del Gauchito la mediación ante quien dirige los destinos, y aún el sacrificio, que pretende explicar la más radical de las transformaciones: la de la muerte, y aún la de la muerte como redención.
En el arte, en el habla misma, toda metáfora y todo relato reclaman signos, los precisan como a la materia en la que expresar su forma. Un cuento está urdido con palabras del mismo modo que un tejido en lana, y creemos ver con cierta claridad que esas metáforas, esa trama y esos símbolos nos pertenecen como evidencias del mundo en que vivimos. Podemos decir: ese cuento, esa música, ese cuadro, están enraizados en la cultura andina, son su expresión y, sin embargo, si nos cruzáramos con Sócrates en la plaza de Abra Pampa, nos veríamos en un aprieto porque ante su exigencia de definir qué es esa “andinidad” de lo andino, que vemos con tanta claridad, acaso no sepamos responderle.
Empecemos por ver la obra de Hugo Irureta, y pronto sabremos por qué la elegimos. La obra de Hugo Irureta tiene varios períodos. El primero es el boquense. Los bares vistos desde adentro con el letrero invertido en sus ventanales, sus músicos de estética bohemia, sus personajes en general y, al fin de esta etapa, sus naturalezas muertas que buscan, antes que representar las cosas, encontrar su alma y trazar sus emociones. Los rostros se desdibujan, sus facciones se funden.
En un homenaje a Picaso, el personaje retratado tiene un aurea negra a sus espaldas que es casi una mancha, un descuido. Los dedos entrelazados del clarinetista se fusionan, los rostros de los parroquianos son vacíos cuando las letras de los cristales son claras. Si hay una intención simbólica, si nos quiere decir algo con ello, su significado se nos escapa aunque lo sintamos, y ese sentir sin comprender produce un dejo de angustia que mueve a la creatividad del espectador. Se intuye una investigación de la realidad, pero que a su vez se diluye en esa suerte de ebriedad en el tratamiento del dibujo.
El mundo con el que Irureta llega a la Tilcara para establecer su atelier y su museo (un museo que resume maravillosamente el arte argentino del siglo XX), será un mundo distinto al del tejedor Ricardo Alancay. Alancay llega desde la Puna como ahijado de don Abdón Castro Tolay, su maestro; Hugo viene de la Boca para comenzar representando el carnaval con sus máscaras y sus cuerpos, los paisajes y las gentes, en un sentido similar al modo que usó para tratar el ambiente boquense.
No es que los resultados sean los mismos, porque el diablito no puede ser igual al bandoneonista, pero se nota que la paleta de Irureta ya está formada, y que se enfrenta al mundo del mismo modo, aunque ese mundo sea otro. Pero aquí ocurre el cambio que nos ocupa, y que Miguel Espejo define diciendo que “luego de atravesar diferentes facetas en su expresión pictórica, se ha concentrado, en los últimos quince años, en reconquistar una visión del noroeste que lleva plasmada en su seno algunos de los rasgos originarios que constituyen el mundo prehispano”.

Dice Espejo que Irureta “ha corrido el riesgo de reconquistar la visión andina que precedía la llegada de los europeos por medio de una gama y una paleta que, hundidas en las raíces de nuestro tiempo, tienen la virtud de ir más lejos todavía, perforando el espesor de las distintas capas que conforman la sociedad del noroeste”, y luego cita al mismo Irureta cuando explica su abandono de la “ficción representativa buscando un enfoque que evitara recorrer caminos transitados, realizando una pintura que identifique en nuevas formas al Noroeste”.
Y aunque Espejo cita algunos de esos elementos como tiestos, pictogramas y petroglifos, reconoce “la voluntad de expresar lo inexpresable con la intuición certera sobre la vasta unidad que subyace en la región”.
En Hugo Irureta observamos aquella expresividad que denota un espíritu antes que un retrato, y que termina por abandonar esa “ficción representativa”, por mínima que ya sea, para dar con la mera “unidad que subyace en la región”. Sus cuadros no son ya tramas de tejidos, diseños en tiestos ni pictogramas de cuevas ni surcos en laderas, pero presuponen la lógica de esta unidad.
No fue el único en buscarlo. Medardo Pantoja instaura un mundo y una tonalidad que hoy podría tenerse como la de la Quebrada; Raúl Gordillo, en buena parte de su obra, recurre a sus síntesis simbólicas; Ariel Cortez retoma, de alguna manera, el hilo roto de esa “ficción representativa” en el modo de expresar sensaciones antes que de retratar.
La experiencia última de Irureta, magistral en su estilo y coherente al extremo, lo lleva a lo que Husserl definió como lo “considerado en cuanto a su esencia”. La esencia que alcanzó Irureta tiene acaso que ver con la raíz originaria de nuestro arte, del arte que empezaron a urdir los pintores de Cueva del Indio o los talladores de Mulahuada. Pero Hugo Irureta dio con esa esencia de la mano del arte contemporáneo, digamos que utilizando un taladro industrial para perforar el espesor, armándose de lo transitado en la experiencia de las vanguardias para buscar y, acaso, dar con esa esencia.

Pero al hablar de esa esencia de la estética andina, nos arriesgamos a cierta metafísica de la que aún no hemos dado cuenta, y que mal podríamos atribuirle sin definir. Tenemos, sin embargo, la sensación de que lo es. ¿Alcanza con ello? La esencia de una estética no es, por cierto, solamente recurrir a una temática de llamas, cerros o cardones, mamitas y mercados. La palabra esencia nos hace pensar en obras que, más allá de aquello que representen, se reconocen como de tal origen.
Tampoco se trata, si buscamos la esencia en lo temporalmente originario, de la mera copia de motivos antiguos ya que lo originario de una esencia no es su origen temporal sino causal: aquel modo que origina la definición de una obra como regional. Decimos que lo es un cuadro Medardo Pantoja, la celebración de los samilantes, un poema de Domingo Zerpa o un virque chichero.
¿Puede algo ajeno a la tradición definirse como esencialmente suyo? Puede, a condición de que reconozcamos allí las mismas causas que motivan la tradición, que desde Kant sospechamos que no será la suma de las impresiones surgidas de la contemplación de obras regionales, sino una construcción a priori que las une. ¿Qué hace que podamos decir que la obra de Irureta rescata la estética de lo regional, o que cualquier obra lo haga? No lo sabremos aquí, pero podemos intentar otro paso: escuchar a un tejedor puneño cuyos tapices se nos presentan, a primera vista, como eso originario que creemos o queremos ver en Irureta.

Cuando llegamos al taller de Ricardo Alancay, se sienta ante el telar y coloca los ovillos mientras nos cuenta que “estoy empezando a tejer unas alfombras. Hago jueguitos de alfombras de casi cincuenta centímetros de ancho por un metro de largo. Se hacen dos similares que tengan los mismos diseños y los mismos colores. Ahora no me compran una frazada porque es carísimo y porque es pesada, pero me compran las alfombritas que tienen el diseño de las frazadas”.
Entonces empieza a describir esos diseños en los que esperamos ver la esencia del arte andino. “El diseño típico de una frazada es con los rombos a la esquina, a ambas orillas. Las de Barrancas, por ejemplo, tienen unos cuadrados concentrados en el centro. Ese tipo de cuadrado que nosotros le llamamos coco, y a esas frazadas les decíamos: con puntas y cocos. Y las del Moreno, por ejemplo, son con doble punta, o si no puntas atravesadas y una línea recta. Esas son típicas de Moreno, Colorado, Tres Pozos”.
Si visto por Irureta, que llega de la Boca, el arte andino goza de cierta unidad, desde Alancay, que baja a la Quebrada desde la Puna, esa unidad estalla en los modos de cada comunidad. “Cada comunidad, cada sector, teníamos una forma de trabajar, por ejemplo de Tusquillas para allá, para el lado de Casabindo, las frazadas eran más a rayas. Pero convengamos que Barrancas es un asentamiento nuevo, de 1.900, y la gente, como por ejemplo mis abuelos, no era originaria de Barrancas”.
Recuerda que “todos tejían alguna cosa: barracanes, frazadas, las mujeres tejían más fajas, medias, gorros, pulóveres, bordaban chuspas, pero también los hombres bordaban chuspas. Los tejedores podían tejer en una playa, en algún lugar medio escondido para que no los molesten, y hacían telas que llevaban a vender al Aguilar, las mujeres hacían medias mientras pastoreaban las ovejas, y el hombre también iba a pastorear las llamas, las ovejas, y eran arrieros”.
Ese contexto se va modificando, pero la modificación no excluye la identidad. Nos dice que “la producción artesanal empezó a decaer cuando se crean las Comisiones Municipales, porque crean empleos, te saca del lugar del entorno, cumplir un horario, tenés un sueldo fijo, tenés que vivir en el pueblo, y así se fue perdiendo. Sería lindo saber cómo era el estilo de La Poma, pero Minera El Aguilar absorbió a todos los tejedores, porque a razón de una fuente de trabajo, se pierde otro”.
De los tiempos en que los hombres iban a cortar cañas, recuerda que “era una forma de ir rotando. Mientras los hombres iban a la zafra, las mujeres seguían hilando y cuando volvías podías tejer más, así que no dejabas nunca de trabajar. Los trabajadores jóvenes ya empezaron a ser golondrina, ya no iban por temporada, salían de la caña para irse a otra cosecha, y así se han ido yendo. Ahora ya no hay agricultores, ni criador de ganado, ni artesanos”.
Volviendo al estilo que acaso hace a esa esencia por la que preguntamos, nos dice que “yo hago una adaptación de los diseños de las frazadas, pero mucho ya no respeto. No me voy a vivir copiando toda la vida, entonces modifico. Podés cambiar la utilidad, el material, la presentación. Una vez que voy trabajando, voy jugando. Puedo tejer barracán o ponchos por necesidad, porque me van a pagar, pero por gusto no lo hago. Puedo tejer alfombras, tapices, innovar, los alumnos buscan por internet, investigan, y eso sirve. Este trabajo tosco, con hilo grueso, se hace una vez que llegan este tipo de telares, y se hacen por necesidad de mercado”.
Es que Alancay no es ya el pastor o el arriero que teje para completar las necesidades de su hogar, sino aquel que rescató esa partecita de la vida puneña para convertirla en el oficio del artesano. Entonces la pregunta: ¿qué hace que, aun con esos cambios, su obra sea indudablemente local? “Tenés los colores naturales”, nos dice, “el negro y el blanco, los teñidos con nogales y con anilina, y la idea es jugar, vas creando, haciendo mezclas, haciendo avanzar un hilo más, otro menos. Se usaba el color que más le gustaba al tejedor, usábamos mucho los colores”.
Nos dice que “a mi siempre me gustó trabajar con colores medio apagados, no tan estridentes, pero si lo puedo poner en algún lado lo hago. Entonces apareció el mercado internacional a través de la iglesia, y los Claretianos sacaron el color. Dijeron: queremos todo natural y volvieron a aparecer las plantas que teníamos, como la tolilla, un rojo apagado pero fuerte es del lampazo, o lampaya que le decimos nosotros, todo lo que podía teñir. Nosotros teñíamos con hollín, y el hollín de tola es casi color vicuña, cuando el de álamos es medio verdoso”.
Los cambios, cuya mayor expresión es la obra de Irureta, no destiñen la esencia, esa apariencia indudable de pertenecer. “Había familias que tejían con colores naranjas”, dice Alancay, “colores muy fuertes, otros no tanto. En mi caso trataba de los colores poner lo mínimo, y ni siquiera le ponía las puntas de la comunidad. Se reunían ahí para entregar sus trabajos, y vos veías todos diferentes, unos a rayas, otro con los puntos, con los cocos, otros con flequitos, depende cada uno. Vos conocés la mano del tejedor, se conocemos entre todos, y el diseño de Barrancas era conocido, así como el tejido de Suripugio es de Suripugio, no todos conseguimos esos colores rojos tan fuertes como ellos”.
“Yo tengo un limitante con la lana de oveja, que puede ser gris, blanca, variedad de blanco, y si tenés suerte te conseguís algo así como un negro. Pero en la llama tenés infinidad de colores, en los camélidos tenés una variedad infinita de gamas para poder mezclarlos, para jugar bien, como podés teñir también. Si yo digo que esto es de tal persona o de tal lugar, es porque sé cómo trabajan ahí, y el resto es pura creatividad de cada uno. De mis hijos, ninguno teje como yo, porque usan otros materiales, trabajan a pedido para otra gente, y les gusta eso”.
Nos dice que “el artesano no vive exclusivamente de la artesanía. El oficio se mantiene porque nos gusta. A mi me pone mal copiar el diseño. Aprendé la técnica, y después hacé lo que quierás, y eso te lleva a mantener. Y cuando hacés una cosa linda sale la hija, la nuera, y quiere uno igual, y ahí surge la necesidad. En el 2010, en Volcán, había un solo tejedor de peleros, y cuando han visto el gustito de ir a los festivales gauchos y llevar los peleros, aunque sea para pagarse la fiesta, salieron haciendo más”.

“Los límites te los ponés vos”, nos dice, “yo conozco gente que no le gusta trabajar con hilo negro, a mi hay colores que me cuestan ponerlos, pero no es que sea como una orden de no ponerlos. En un principio yo decía: ¿por qué no hacen figuras? Cuanto más he visto nombres y hojas, y después puntas, medio puntas, mitad de un color y mitad de otro color, que se contraponían como en el caso del Moreno, y para el lado de Tusaquillas tenían esa misma punta pero con rayas, otros con un reborde”.
Recuerda que “hablando con los abuelos a mi me ha gustado quedarme calladito. Uno tiraba algo y se callaba porque no quería competir con otro, o como mis abuelos me enseñaron: no tenías que decir todo. Se aprende mirando y haciendo, y no te dejaban mirar un montón de cosas, pero yo escuchaba las conversaciones de las personas grandes, luego se callaban, y después los veo hacer y pregunto, hasta que me doy cuenta de qué es lo que me está diciendo”.
Algunas de las cosas que les escucha es que “este diseño que se hace con las curvitas, significa agua escondida, agua abajo. De otra forma era que sacaban agua de los pozos o cavando, y después dos vueltas, según el modo puneño que aprendí, significa encontrar el agua en los ojitos. Vos encontrás en el campo ojos de agua, porque el arriero hacía jornada en el ojo de agua, y el pastor día por medio iba a los ojos de agua, tenía que ver mucho con nosotros mismos. Lo he visto muchísimo en las fajas y en las chuspas, en las fajas con color azul o el blanco. Una vez, con los tres modelos de agua se me ocurrió poner mi nombre. El estilo tradicional era simétrico, y al no tener una figura específica, sino todo geométrico, quedaba bien”.

“Con el tiempo descubrí que en la Puna no teníamos dibujos ni zoomorfo ni antropomorfo, ni fitomorfo salvo las hojas de coca en las fajas. Para el lado del Moreno tienen cruzados los triángulos y algunos, porque por todos lados hay tormentas, tienen doble punta y eso significaba los rayos, y otros dicen que significaba las víboras. Los abuelos me enseñaron lo que tenemos que ver en las estrellas, después supe que los mexicanos también tenían serpientes con alas, y de hecho en las pinturas rupestres de Barrancas también las hay, y en petroglifos”, dice.
Sabe que “las llamitas y el ícono del coya también es influencia de los curas, ahora están casi siempre, pero fíjate vos que lo hacen todo de espalda, nunca te muestran el rostro. Yo podría alegar un problema técnico, falta de conocimiento de la proporción o del dibujo, pero no te puedo asegurar cual es el motivo. Para hacer una proporción de algo, tenés que usar hilo muy fino o hacer un espacio muy grande. Fijate que todas las líneas son escalonadas, son rectas, y para hacer circulares tenés que manejar mucha cantidad de urdimbre”.
Y termina diciendo que “todo lo que es telar para mi es un juego: el preparado del hilo, el mismeado, todo, teñir. No es que me sobre tiempo. Son muchas horas, y se paga menos que las del ayudante de albañil. Cuando ya los riñones no me dejen estar tantas horas sentado, me dedicaré a cantar coplas. Y si lo hago, lo haría con mis hijos y los nietos también, que son todos músicos”. Y aunque creo que nos acercamos bastante a la esencia del arte andino, se me hace que el amigo Sócrates aún se iría insatisfecho.
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