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Hotel Gregorio
Finca La Colorada

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Maru Barabino

Tafna: Garantías de un planeta eterno

      Saliendo de La Quiaca por la Ruta Nº 5 hacia el Oeste, luego de recorrer poco más de 20 km a mano izquierda, unos letreros anuncian la existencia de una comunidad aborigen. La tarde de nuestra visita está amenazada por una oscura tormenta. Posiblemente por esta razón o porque en los campos es día de marcada y señalada, nadie sale a nuestro encuentro.El cementerio arbolado, impecablemente adornado y con su pirca intacta, concentra el colorido del paisaje.
      Sobre una planicie más elevada, suave y libre de piedritas, la Iglesia de Tafna está perfectamente conservada. Los accesos a las torres de los campanarios están diseñados para niños o para personas muy menudas. No fue posible ingresar a la nave, tal vez en otra oportunidad.
      Un par de construcciones nuevas y de amplias dimensiones y  muchos olmos recientemente plantados con sus troncos protegidos con atijos de espinillos, son indicadores del trabajo y planeamiento de los actuales  pobladores.
      Siguiendo el camino que bordea un río llano y con mucha vegetación, pueden verse varias viviendas de adobe abandonadas y semiderruídas y sólo un par con indicios de estar habitadas. En el agua no hay peces, ni insectos.
      Al final del sendero, siguiendo unos 500 metros a pie se dibuja un cerro color crema recortado con impecable prolijidad. Del otro lado del corte un hombre con máscara y traje de aspecto futurista  empuñando una manguera, arroja agua a gran presión contra la pared de la montaña. Hay camiones y se intuyen apremios y jerarquías. Todo lo que no es cargado corre por el río hacia Bolivia.
      Aquí parados, el borde cortado de este cerro crema es para nosotros en este momento la bisagra que plegó juntas dos concepciones del hombre y el universo totalmente opuestas. Del lado de Tafna tendríamos garantías de un planeta eterno.  

Santa Catalina: Tierra de llamas y vicuñas
      Saliendo de La Quiaca hacia el Oeste por Ruta Nº5, pasando Tafna se ingresa al departamento de Santa Catalina. El camino no es asfaltado pero es ancho y amable y puede transitarse sin riesgo aún con lluvia.
      Estamos a  unos 3600 metros sobre el nivel del mar, el suelo es plano y es frecuente el avistamiento de un horizonte  perfecto.
      Nos resulta maravillosa la cantidad de llamas y vicuñas que habitan esta zona del altiplano. Sabemos que no es por casualidad porque en Bolivia, en condiciones semejantes de suelo y  en la misma latitud no pudimos ver ninguna. Esta proliferación tan grata a los ojos y tan beneficiosa para la economía y ego regionales debe ser producto de mucho trabajo organizado y cooperativo. Las zonas de pastoreo tienen escasas y muy sutiles delimitaciones (apenas un alambre poco tensado de vez en cuando).
      En Santa Catalina las llamas y las ovejas son ganado, en cambio las vicuñas (cuyo peligro de extinción todos conocemos) son del campo. No son arreadas ni esquiladas. Se multiplican libres y respetadas.
      Probablemente cada productor reconozca a cada quien de su rebaño y no haya conflictos a la hora de la marcada y de la señalada. Después de este recuento anual que la gente transforma en una fiesta comunitaria, los animales quedan adornados con pompones de lana multicolor y pinceladas en el lomo. Pasado un tiempo, estos alegres distintivos se lavarán con la lluvia y se volarán con el viento, pero los cortes que se practicaron en las orejas revelarán de por vida un incuestionable código de pertenencia.
      Las llamas son animales curiosos, tranquilos y simpáticos. Tuvimos la oportunidad de observar a un grupo de ellas entretenidas plácidamente en un juego amoroso muy estético. Tal vez no se trataba estrictamente de “apareamiento”. Los cuatro o cinco machos  (cuya expectativa era la de “montar”) esperaron su turno, sin realizar un sólo movimiento brusco. Todos quedaron complacidos. La paciencia puneña de las llamas desdeña las jerarquías y demostraciones de poder mezcladas con el placer.

San Francisco: tejidos
que abrigan el corazón
         Después de haber visto tanta lana con patas  y sin lograr desprendernos del estigma predador del turista, no queríamos regresar sin un “souvenir”. Fuimos guiados a este pueblito de pocas casas a unos cuarenta minutos de Santa Catalina.
      Allí conocimos a la señorita Gladys Cruz que enseña a tejer desde hace once años en la escuela albergue. Sus alumnos (en número de 14  este año) aprenden a hilar, a teñir, a tejer con telar y con agujas, lana de oveja y de llama. El arte de Gladys incluye extraer los colores más vibrantes de las plantas y frutos silvestres para teñir las fibras. Los diseños salen de lo común y abundan las prendas que se adaptan a cualquier guardarropas citadino. Cada uno de los productos que nos muestra tiene género y edad (y cierta concordancia con el tamaño y la complejidad) “este chalequito lo hizo un nene de cuarto grado” o “esta chalina la tejió una nena de sexto”. Además de tejer lana, esta mujer nacida en la Quebrada de Humahuaca, teje ideas para que las pequeñas comunidades de la zona progresen, ofreciendo lo que tienen al turismo. Sueña con poder construir una pequeña posada porque muy a menudo atiende visitantes (en su mayoría europeos) y siente que hay mucho más para dar. Los vecinos más próximos ya están organizados en una cooperativa de tejedores. La finalidad es valorizar el trabajo, generar recursos que motiven a la gente a quedarse en la puna sin cambiar su cultura y en total armonía con la naturaleza.
      El director de la escuela, junto a los demás docentes y vecinos, trabajan desde hace años en la cría de truchas. Los niños que viven de lunes a viernes allí se alimentan del pescado (que constituye un aporte valiosísimo para su dieta). Las truchas de San Francisco crecen muy lentamente y corren peligro de no seguir reproduciéndose porque los piletones donde viven no tienen suficiente corriente de agua. A 500 metros del lugar hay un arroyo con el caudal suficiente permanentemente. Una manguera de esa longitud daría nueva vida a las truchas, a la escuela y al pueblito. El director hizo muchos pedidos pero su voz se va apagando en la puna inmensa y todavía no llega a los oídos de los de la capital.  

Vértigo al límite:
El Filo del Angosto
      Hay dos caminos saliendo de Santa Catalina para llegar a este lugar que conmueve. Un desafío para aquellos que sufren de vértigo, ya que el altímetro de la camioneta, aquí se pasó de vueltas (más de 4250 metros sobre el nivel del mar). No hacía falta constatarlo ya que el vehículo, los cuerpos y hasta las almas se sienten ¡y están! suspendidos en el filo de un camino de poco más de una brazada de ancho. Uno queda paralelo a la cordillera, al costado de un precipicio tan profundo que quita el aliento.
      Al norte, ahí nomás está Bolivia cuyo rumbo lo marca claramente  el cerro Branquet que tiene más de 4200 metros y una cumbre  de forma muy singular. Al sur, es decir a mano izquierda, está el cerro Puntudo con una hermosa cumbre piramidal y fría (puede verse muy bien camino a la laguna de Pozuelos). Al oeste también se ve Bolivia porque estamos en el pedacito más septentrional que tenemos, metidos como 20 kilómetros al norte ( con respecto a la latitud de La Quiaca).
      Al descender del vehículo es muy difícil describir lo que ocurre porque pareciera que no hay nada más que “abajo”, pero ese abajo lo constituyen alturas enormes, cerranías gigantes. Se siente que el filo es delgado y que el equilibrio es frágil. El panorama de 180 grados, de una belleza indescriptible, obliga a respirar hondo varias veces antes de bajar la mirada, porque en un primer intento abrupto parece que volara la tierra donde se apoyan los pies.
Se distingue el camino hacia el distrito El Angosto, muy abajo. Vale la pena perseverar y tomar contacto con los norteños más extremos de la Argentina.






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