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Carlos Monterroso

Gripe porcina, dengue y otras pestes

      Las pestes son cosa seria. Fue una peste la que llevó a Edipo a casarse con su madre. Y fue por otra peste que se enteró que había asesinado a su padre. El propio Moisés logró convencer al faraón egipcio de que las pestes se debían a la furia de su Dios; y el faraón le creyó. En Roma, los primeros cristianos no fueron perseguidos por sus creencias sino porque se los consideró culpables de una peste. Mil años más tarde, durante la Peste Negra, los cristianos quemarían en la hoguera a los judíos por el mismo motivo.
      Siempre se ha buscado culpables a la peste. Y no es nada difícil encontrar un culpable: siempre es ese que te caía antipático ya desde antes de la peste. Pero la peste desconoce estos prejuicios y se expande con toda la potencia de virus y bacterias. No sé si sabe usted que hay más bichos de estos en el mundo que todos los demás seres vivos. Están aquí desde antes que nosotros y seguirán estando cuando en la Tierra ya no queden rastros humanos. Ellos son los anfitriones, nosotros estamos sólo de visita.
      Muchas almas bien intencionadas creen ver en nuestros días más pestes que nunca. Las asignan al cambio climático, a la corrupción de los gobiernos o a malvados genios de laboratorio que fabrican virus terribles –junto con sus remedios–, igualito a la película Misión Imposible. Pero deberían culpar del aumento de las pestes a su mala memoria. Quizás también al mayor conocimiento que hoy tenemos de lo que ocurre a cada minuto en todo el mundo.
      Recordemos las terribles pestes de viruela y polio que nos asolaron hasta el siglo pasado. Desde 1510, se han reportado 31 pandemias de gripe, a razón de seis por siglo. En el siglo XX hubo cuatro pandemias de gripe: 1918, 1957, 1968 y 1977. En cuanto a la gripe, entonces, hemos tenido un descanso de 32 años (luego de tres pandemias en 20 años). La pandemia de gripe de 1918 fue la mayor peste de la historia y causó tantas muertes como la Peste Negra (año 1448). Fue fulminante: murieron 25 millones de personas sólo en las primeras 25 semanas. La mismísima Buenos Aires debió ser evacuada por una peste de fiebre amarilla, transmitida por nuestro amigo el Aedes Aegyptis, en 1871, cuando hasta el presidente de la Nación (Sarmiento) debió abandonar la ciudad junto con sus 190.000 habitantes. Murieron 17.000 personas.
      Pero la cosa ha venido mejorando desde que Edward Jenner, hace 200 años, inició el combate contra la viruela cuando inyectó en un niño el virus de una enfermedad llamada “vacuna”. La batalla es complicada: los virus renuevan sus armas con gran sabiduría biológica. En los últimos dos siglos hemos estado ganando los humanos. A principios del siglo XIX, la expectativa de vida (promedio de las edades de los muertos) era de alrededor de 35 años. A finales del siglo XX, ya se había duplicado gracias al combate contra virus y bacterias que protagonizaron las vacunas y los antibióticos.
      Pero la lucha continúa a la par de la mutación de los virus, del aumento de la vida urbana (todas las pestes han sido urbanas) y de la irrupción del humano en nichos ambientales inexplorados (en los cuales contrae enfermedades propias de los animales –zoonosis–).
      Los países más importantes del mundo son hoy víctimas de las pestes. Baste con citar el caso de Estados Unidos, que fue invadido por la fiebre del Nilo hace diez años y aun no la ha podido parar. Esta enfermedad también se transmite por un mosquito y ya ha causado más de mil muertes (entre 1999 y 2008). De poco sirvieron las campañas publicitarias y las visitas de los agentes sanitarios, casa por casa, para revisar los patios y llevarse los cacharros donde se reproduce el mosquito norteamericano, igualito que el jujeño.

      La tendencia a buscar culpables entre las circunstanciales enemistades es un sello característico de cualquier peste (y de cualquier cosa mala que nos pasa). Una compleja obra musical de un conocido músico popular argentino asegura que “antes de los españoles no había pestes” en América, exacerbando con una mentira el legítimo sentimiento de repudio a la sanguinaria conquista española. Aquí había pestes como en cualquier lado, aunque es cierto que las europeas eran distintas y nos mataron, tan cierto como que la sífilis era distinta y los matamos. Quizás el mayor daño sanitario que nos produjo España fue la urbanización.
      Con el mismo estilo de cargar todas las culpas al otro, muchos jujeños se quejan de que el gobierno no fumiga contra el dengue, mientras los patios continúan llenos de cacharritos. La fumigación es de acción muy relativa en la lucha contra el dengue. “Sólo logra mitigar un brote, pero no lo corta ni lo previene”, sostiene el Dr. Carlos Ripoll, responsable de las campañas sanitarias en Jujuy. “Para que fuera efectivo –continúa Ripoll– habría que fumigar cuatro veces al día todos los días. Y terminaríamos sin dengue pero todos intoxicados”. Ya ve, querido lector, la cosa parece funcionar de una manera más mediocre, sin culpables absolutos ni recetas infalibles.
      â€œHa habido en el mundo tantas pestes como guerras y, sin embargo, pestes y guerras toman a las gentes siempre desprevenidas”, decía Albert Camus. La gente dice que esas cosas no pueden durar, que son cosas demasiado estúpidas para durar. Pero “la estupidez insiste siempre –continúa Camus. Uno se daría cuenta de eso mas fácil si uno no estuviera todo el día pensando siempre en sí mismo”. Una frente alta, levantada al mundo –no una que se mira todo el día el ombligo–, inmediatamente advertiría la consistencia de la peste y se arremangaría a solucionar el asunto. Pero “la peste no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, porque no han tomado precauciones”, remata Camus en su libro La peste.
      Es muy sencillo, desde este inmaculado atril periodístico, decir que es una barbaridad que los gobiernos no solucionen definitivamente el tema del dengue, tan sencillo como decir que el dengue se iría si cada miembro de la comunidad asumiera como propio el tema de erradicar los criaderos de mosquitos. Ambas cosas son tan ciertas como falsas, pues la historia se escribe con una sucesión de mediocridades: tanto gobernantes como ciudadanos se hallan librando modestas batallas que consisten en hacer lo que pueden y no lo que quieren. Además del dengue, nos agobian otras grandes y pequeñas preocupaciones que nos distraen todas las energías. Yo tampoco cambio el agua de los floreros dos veces por semana, para qué le voy a mentir.
      Pero el dengue nos obligará a salir de la desidia cuando lleguen los calores y las lluvias. Miles de criaderos de mosquitos están cargados de huevos deseosos de salir a volar. Algunos de esos huevos están ya infectados con el virus del dengue. Diez días después de la primera lluvia, usted o yo saldremos corriendo al hospital con los síntomas del dengue, el mismo dengue que ahorita está durmiendo la siesta invernal en nuestros patios, mientras usted lee, tranquilo, y yo escribo, como si nada.
      El problema es que el cocktail de cepas de dengue ya existentes en Jujuy es suficiente como para que comiencen a ocurrir casos de dengue hemorrágico, que tiene una pavorosa tasa de mortalidad cercana al 10%. No es broma, por no usar la letra jota.
      Los jujeños somos relajados especialistas en pestes. Relajados, porque aquí la gente no muere tanto por cáncer o enfermedades cardiovasculares (20% y 36% menos que el promedio nacional) que son resultado de la angustia y el estrés. Somos especialistas en pestes porque aquí la gente muere por enfermedades infecciosas un 18% más que el promedio nacional. Así las cosas, los porteños generaron un ejército de psicoanalistas y profesores de yoga que intentan calmar el estrés. Por su parte, Jujuy generó un ejército de aguerridos agentes sanitarios entrenados en lidiar con las pestes. Pero este ejército apenas puede contrarrestar décadas de asistencialismo que produjeron una asombrosa pasividad que espera tranquila en su casa que le vengan a descacharrar el patio. Una señora se quejaba con toda vehemencia ante un funcionario sanitario: “¡Tengo la casa llena de dengue! ¡¿Cuándo van a venir a limpiar?!”
      Además del asistencialismo –o como resultado de él–, aquí se suma un quiebre en nuestra historia cultural: muchos jujeños que ahora viven en ciudad todavía siguen la inercia de la vida rural de sus ancestros y no terminan de adaptarse a las peculiaridades de la vida urbana.
      A la luz de las estadísticas de distintas provincias, parecería que el mayor impacto de las enfermedades infecciosas en Jujuy no estaría ligado solamente a la pobreza sino también a la súbita urbanización de culturas tradicionalmente rurales.
      Jujuy tiene hoy un 85% de población urbana –la mayor de la región–, equiparable a las provincias de Cuyo y sólo superada por las provincias patagónicas y las de la pampa húmeda. Estos datos del censo 2001 son aún benévolos, pues ignoran la fuerte urbanización ocurrida en Jujuy en los últimos ocho años.
      No hay problemas en estornudar, tirar desperdicios en cualquier lado o tener el patio lleno de cacharros si usted vive en el campo. Pero en la ciudad esas conductas se multiplican por miles en pocas hectáreas; los ambientes habituales de vida son menos soleados y ventilados; la vida sedentaria y la mala alimentación debilitan el sistema autoinmune; aumenta desmesuradamente la cantidad de personas con las que se tiene contacto físico directo o indirecto; los desechos cloacales y basurales alcanzan volúmenes críticos que dificultan su natural biodegradación: el resultado es un estado sanitario propicio para la transmisión de los virus y bacterias que prefieren hospedarse en el humano. Si usted fuera virus, ¿elegiría el campo o la ciudad?
      Con la llegada del cólera, hace unos años, los aguerridos agentes sanitarios jujeños tenían un dolor de cabeza cada vez que debían explicar a los campesinos quebradeños que la enfermedad les llegaba del río que les regalaba la mismísima Pachamama.
      A lo largo de los siglos, nuestras culturas originarias han desarrollado sistemas de vida de una profunda riqueza pero que no tenían en cuenta los problemas de vivir en una ciudad, pues no vivían en ciudades ni río abajo de ellas. Las pestes actuales ponen en jaque algunos detalles muy arraigados en la cultura esencial de nuestra región. Es seguro que la cultura se adaptará a los nuevos tiempos, revitalizándose, sin riesgo de perder lo que en ella hay de profundo y valioso.
      Hace muchos años que nuestros perros se divierten mordiendo jujeños, a razón de unos quince por día. Pero el grito se escucha en el cielo cuando alguien, finalmente, muere de rabia. Como nos estamos mirando el ombligo –o rezando para que el Lobo vuelva pronto a Primera–, nos espantamos ante esa muerte innecesaria y vacunamos algunos perros (20.000), justo esos que tienen dueño responsable y que rara vez muerden. Los otros 80.000 perros que no fueron vacunados siguen retozando hasta en los bancos de la Catedral, felices de compartir los virus con sus perritas. Y a las pocas semanas nacen nuevos cachorros invacunados que serán celosos de su territorio y morderán a quien lo invada, como Dios manda. ¿Las autoridades no pueden, no quieren o no saben que hay que vacunar a todos los perros de una sola vez para cortar la transmisión del virus de la rabia?
      Y, además de la rabia, me pregunto, ¿está bien que los perros nos sigan mordiendo? El problema es difícil, lo admito. Si yo fuera intendente con pretensiones electorales, ni loco me pongo a cazar perros sin dueño –que encima son todos buenitos y te miran con esos ojitos que te enternecen– y luego llevarlos a una perrera municipal, donde deberé gastar parte del presupuesto en darles de comer y cuidarlos (créame, tiemblo ante la idea de sacrificarlos). Y, para colmo, tendría encima a las fundaciones que protegen animales (y a los políticos opositores) fiscalizando si mis huéspedes están bien atendidos.
      Mire: yo no tendría problemas en hacer una larga lista que describa la ineficacia y la corrupción que han demostrado los gobiernos que deberían ocuparse mejor de los temas sociales y sanitarios. Pero no quiero aburrirlo. Usted la conoce. A esa lista yo agregaría una pregunta: los perros que muerden gente, ¿son todos del gobierno? ¿O hay una responsabilidad de la comunidad en esta tierra de mordeduras?
      Pero no se crea, no todo está perdido. Al contrario. A los tropezones y sin darnos cuenta, ya sabemos que la verdura conviene lavarla antes de consumirla (gracias al cólera); quizás no los dormitorios, pero los patios jujeños están más prolijitos últimamente (gracias al dengue) y hasta los provincianos más bohemios están aprendiendo a lavarse las manos un poco más seguido (gracias a la gripe porcina).
      Siempre fue así. Hasta las mayores desgracias dejan cosas buenas. El propio Isaac Newton debió recluirse en el campo debido a una peste que obligó a cerrar la Universidad de Cambridge. Ese par de meses de vida bucólica fueron decisivos para la historia de la ciencia occidental, pues fue allí –y no en Cambridge– donde Newton se puso a mirar como caían las manzanas. Así que no se preocupe usted si cerramos escuelas y universidades durante la gripe porcina: estamos fabricando genios.






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