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San Salvador de Jujuy - ARGENTINA /

Hotel Gregorio
Finca La Colorada

Hotel Gregorio

 

 

Ernesto Altea

De pelícla

      En medio de la noche oscura como boca de perro, volvía a su casa a la máxima velocidad que daban sus piernas para impulsar la bicicleta. Pelo al viento, corazón latiendo a doscientos y respiración agitada que dejaba nubecitas de vapor en el aire helado. ¡Qué noche, qué noche! pensaba mitad feliz, mitad desesperado mientras pedaleaba con toda su energía por el camino de ripio que intuía debajo de la bici.
      Ni siquiera se acordaba bien de qué trataba la película. Había ido al cine del pueblo con sus amigos como todos los sábados a ver lo que dieran, ya que era la única función de la semana y no se podía elegir. Esta vez se llamaba “La mancha voraz” y tenía que ver con un extraterrestre que caía a la tierra y por supuesto, tenía forma de pasta que devoraba a la gente. Era el tipo de espectáculo ideal para divertirse porque cada vez que aparecía la mancha, todo el cine gritaba y se estremecía de miedo, mientras él y sus amigos aprovechaban para gritar más fuerte y reírse a carcajadas del efecto “gallinero en pánico” que se producía.
      El cine era un galpón estrecho de unos cincuenta metros de longitud con ocho asientos por fila y un pasillo estrecho en el medio. El haz de luz de la proyección atravesaba fatigosamente el ambiente enrarecido por diversos olores y el humo de cigarrillos que flotaba como neblina en Londres, llegando con dificultad a una pared que hacía de pantalla en la que se movían, entre las manchas de humedad, las imágenes en blanco y negro.
      Agacharse un poco y encender un Saratoga tratando de evitar que el dueño del cine pudiese identificar la llama del encendedor. Dar la bocanada con fruición y después soplar el humo con energía debajo de la fila de adelante para que no se eleve como una columna identificable. ¡Ah, qué placer!  Pasarse el cigarrillo entre los amigos, cubierto por la palma de la mano para que no se viera la brasa. Toda una técnica de encubrimiento que a esa edad, entre 13 y 14 años, era una inagotable fuente de emociones.
      Esa noche dejaron afuera las bicicletas atadas entre sí con una cadena y un candado, y entraron pavoneándose con paso de loro que entra a la cocina. Riéndose de cualquier cosa y miroteando hacia todas partes para identificar cuatro asientos juntos desocupados, buscaban un territorio prometedor. De pronto divisaron tres lugares vacíos justo delante de las cuatro chiquilinas más lindas y cotizadas del pueblo.
      Tenían la misma edad que ellos, por lo que estaban más maduras y ya les divertían otras cosas que a los chicos. Pero se entretenían con las presumidas en bici, las frases medio insinuantes que se decían, las miradas lánguidas, y la timidez incurable de los muchachos que hacía más de un año todos los sábados por la tarde las encontraban en la plaza. Pasadas a toda velocidad de las bicicletas, miradas, sonrisas, algún adiós preciosa, y después cada uno a casa a cenar y prepararse para el cine. De contacto físico ni hablemos, platonismo puro.  
      Negociaron por dos cigarrillos con el joven que ocupaba la cuarta butaca, y se sentaron a sus anchas en la fila de adelante sin atreverse a entablar diálogo directo con las doncellas. Los acogieron con un dulce saludo y risitas de aprobación y complicidad. Intercambiaron algunos monosílabos con ellas y se instalaron retorciéndose de contentos.
      Se apagó la luz y comenzó el espectáculo. Realmente habían elegido el lugar adecuado ya que a los dos minutos de iniciado, las chicas gritaban a garganta batiente, y cuando pasaba el pánico se reían a los alaridos. Por supuesto todo había sido ejecutado con gran profesionalismo, por lo que cada uno se había sentado delante de su preferida para entablar un vínculo de proximidad rayano en la telepatía, esperaban.
      En uno de los momentos de tensión creciente en los que el público hacía silencio mientras los actores se movían con rostros crispados acompañados por una música tipo chachán, chachán, él escuchó claramente la vocecilla de ella que desde atrás decía “Tengo miedo, mucho miedo”. Se le cortó la respiración por un lapso que pareció media hora. Ella repitió lo mismo. Sintió que el piso se abría debajo, y en un acto de arrojo irracional, pasó ambos brazos por detrás del asiento y susurró girando la cabeza lo que le permitían sus hombros trabados con el respaldo: “Tomá mis manos que te sentirás más segura”.
      Los sonidos se alejaron, la película cambió de ritmo y se desarrolló en cámara lenta durante segundos que parecían siglos. Al fin sintió los suaves dedos de ella rozando los suyos, y luego las cálidas manos femeninas envolvieron las suyas con ternura ejerciendo una suave pero firme presión. Había un claro mensaje de demanda en la piel húmeda y tibia que latía al ritmo de ese joven corazón lanzado al galope. Sintió que el calor subía hasta el rostro mientras la butaca se mecía suavemente sobre un piso esponjoso. No atinaba nada más que a mirar hacia delante sin prestar atención a lo que veía, mientras se concentrada en acariciar con las yemas de los dedos la piel suave y cálida de las manos amadas.
      Sus amigos también perdieron contacto con la película, atentos a cada movimiento del audaz. No podían creer tal acto de arrojo. Pero a medida que pasaban los minutos y la ceremonia de amor continuaba desarrollándose, comenzaron a cuchichear entre ellos y a reírse, al igual que las amigas de ella que desde atrás tenían un panorama todavía más claro de lo que estaba ocurriendo. Ellos y ellas se intercambiaban entrecortados comentarios nerviosos que comenzaron a generar algunos “ssshhh, silencio chicos” de los incómodos vecinos que no podían concentrarse en lo que ocurría en la pantalla.
      Por fin, uno de ellos pasó sus brazos sobre el respaldo y, medio en broma, sugirió a su compañera de atrás que las tomara para sentirse más segura. Ella se rió nerviosa y, después de jugar un poco a que no le interesaba la propuesta, dejó que sus dedos se enredaran entre los de él, y así se fueron armando sigilosamente las cuatro parejas. Todos ellos tenían sus brazos adormecidos pasados por detrás de los respaldos, mientras ellas les acariciaban las manos con más o menos entusiasmo, según el caso.
      De pronto se encendió la luz porque había llegado el intervalo y en esa fila se produjo una extraña danza de brazos que giraban con evidente dificultad. Parecían nadadores cansados braceando pesadamente. La claridad rompió el hechizo y todo volvió a la normalidad entre ellos y ellas. Risitas ahogadas, miradas de reojo, medias palabras. Al fin uno de ellos propuso ir a “fumar un pucho”, y los cuatro chicos salieron casi aliviados al aire helado de la noche, ansiosos por comentar lo que estaba ocurriendo.
      Encendieron con mano temblorosa los amargos Saratoga y en medio del humo se transmitieron confusos sus sensaciones. Todos hablaban a la vez diciendo esto y aquello, hasta que uno dijo “les propongamos sentarnos dos y dos” “¿Cómo es eso?” Preguntó otro, “Dos chicas con dos de nosotros adelante y las otras dos con los otros atrás, boludo” respondió. Se miraron con ojos de pánico, pero acordaron que así se haría. Apagaron apresuradamente los cigarrillos y entraron a los empujones por el estrecho pasillo que dividía en dos la nave. Encontraron al caramelero que salía gritando “caramelo, chocolate, bombone, hoy los come, mañana los ca... ramelo, chocolate, bombone...etc.” Lo retuvieron en medio del cine provocando las airadas protestas de los espectadores que querían llegar a sus asientos, mientras juntaban las monedas y negociaban para lograr a precio vil cuatro cajas de maní con chocolate. “Para las chicas”, dijo uno. Se miraron felices y avanzaron permitiendo que la fila se moviese nuevamente.
      Cuando llegaron a sus asientos los encontraron ocupados por tres muchachotes más grandes, uno de ellos hermano de dos de las chicas. Por supuesto que se habían sentado allí con ánimo de provocar problemas, haciendo uso ostensible de su portación de mayor tamaño. Los miraron con desprecio y preguntaron desafiantes “¿Algún problema?, “No, sólo que acá estábamos sentados nosotros”. “¡Qué lástima!, ahora estamos nosotros. Busquen asientos en otra parte y dejen de joder”. Las chicas miraban desconsoladas la desigual batalla gestual que se estaba librando. Los pobres chicos luchaban a brazo partido con su temor adoptando poses que querían parecer agresivas pero eran evidentemente conciliadoras. De pronto alguien dijo “Les cambiamos los asientos por maní con chocolate”, mostrando sugestivamente una cajita de la golosina. Los tres grandotes se miraron dudando, y uno de ellos respondió,  “Meta, pero queremos también un paquete de puchos”. En un abrir y cerrar de ojos cuatro cajitas de maní chocolatado y dos de cigarrillos a medio consumir cambiaron de manos en medio de un confuso operativo de manotazos y empujones. Cuando todo estaba concluyendo y los muchachones terminaban de sacar sus piernas de entre las butacas, se apagó la luz, apareció el confuso haz lechoso del proyector y se empezaron a escuchar los gangosos sonidos que salían de los parlantes.
      En medio de la confusión, él se acercó al oído de ella y le propuso sencillamente en voz baja “Que pasen dos para adelante así nos sentamos en pareja”. Ella lo miró sorprendida y sin responder se dio vuelta hacia sus amigas y comenzó a cuchichear la propuesta. Sin muchas deliberaciones dos de ellas se levantaron alisándose los vestidos e iniciaron el operativo de salir al pasillo y pasar hacia delante. De las filas de atrás se levantó un clamor de gritos y chiflidos que pedían que se sienten, mientras los de más atrás, sin comprender lo que ocurría, gritaban a su vez pidiendo silencio. En medio de todo ese batifondo dos de los chicos se cambiaron de fila levantando las piernas por encima de los respaldos, y por fin todos se sentaron, con lo que el griterío cesó de repente.
      La mancha voraz, que por lo que se podía ver había recuperado sus energías en el intervalo, tenía arrinconado a un policía en el interior de su “patrulla” y se aprestaba a devorarlo. El pobre tipo gritaba sobreactuando como si fuese actor argentino.
      Los dedos de él se entrelazaron con los de ella  y las manos se apoyaron suavemente sobre los firmes muslos femeninos. Al pobre cana se lo engullía el monstruo mientras los dos chicos estaban llegando a las puertas del paraíso. Quietos, sin  atreverse a hacer apenas los movimientos imprescindibles para respirar, ambos cuidaban el momento como si fuese una burbuja de cristal que podía romperse al menor error.
      Avanzó cuidadosamente su brazo izquierdo sobre los hombros de ella, que se dejó abrazar apoyando con ternura su cabeza en el pecho del joven. Los corazones estaban disparados. Ella vibraba como una cuerda mientras sentía subir y bajar el pecho de su amado. El cerró los ojos para vivir ese instante perfecto rogando que nunca terminase. Ninguno prestaba la menor atención a la mancha que ahora había logrado entrar en una escuela y estaba por almorzarse algunas docenas de niños que chillaban desesperados. Alrededor de ellos se había creado una cápsula del tiempo. No había pasado ni futuro, solo presente. Dos respiraciones agitadas, piel electrizada haciendo contacto, y una maraña de sentimientos y pensamientos confusos.
      Sintió el impulso de decirle algo así como “te quiero” y acercó suavemente su boca al oído. Ella giró el rostro para mirarlo y, sin planearlo, se rozaron las comisuras de los labios. Ella sintió tanta vergüenza que agachó la cabeza y se cubrió el rostro con ambas manos. El pensó que estaba llorando y se sintió culpable de haber roto el hechizo, de echarlo todo a perder. La abrazó con ternura mientras le murmuraba al oído  “Perdón mi vida, te juro que no fue intencional, por favor perdoname”, y como no obtenía respuesta ni lograba sacarla de la pose defensiva, le siguió diciendo con desesperación “Te juro que te amo con todo mi corazón. Jamás haría algo que te lastime. Solo quise hablarte al oído. Te juro que fue sin querer”, y otras palabras por el estilo, con un tono cada vez más quebrado.
      Estaba a punto de llorar cuando ella levantó por fin la cabeza y descubrió su rostro. En la penumbra del cine no se notaba su rubor, pero los ojos brillantes y la sonrisa transparente decían a las claras que no era disgusto lo que tenía, precisamente. “Está bien, dijo, nunca antes me habían besado, eso es todo. No me siento mal.” “¿Seguro estás bien, no estás enojada conmigo?”. “Estoy muy bien. Me dio vergüenza pero estoy muy bien.” “¿Te gustó? Yo también es la primera vez que beso, pero me pareció fantástico”. “Sí, me gustó. Me gustó mucho”. Estaban cuchicheando rostro contra rostro tratando de mirarse a los ojos. Tan cerca que unir los labios nuevamente fue inevitable e imprescindible. Se besaron con ternura una y otra vez. Y se quedaron en silencio tomados de las manos intuyéndose en la semioscuridad.
      La mancha voraz ya estaba arrinconada por el ejército de los Estados Unidos que, como sabemos, todo lo puede. La estaban quemando con tanques lanzallamas mientras emitía un quejido crujiente y se retorcía agonizando. Otra vez vencía el bien y la humanidad tendría un nuevo motivo para agradecer a los salvadores. A la distancia, una pareja de jóvenes que habían tenido los roles principales del filme, se abrazaba visiblemente aliviada e iniciaba un beso apasionado mientras la cámara se aproximaba. Al final solo quedaban en pantalla los rostros de ambos en un beso interminable mientras se acercaban flotando desde el infinito las palabras The end.
      â€œCarajo, pensó, se besan con la boca abierta”.
      Se encendieron las luces y todo el mundo comenzó a pararse. Ella le soltó de golpe las manos y se incorporó del asiento, iniciando inmediatamente una charla medio incoherente con su amiga de la fila de adelante que ya estaba de pie alisándose el vestido. “Vamos, vamos que es tarde” dijo de pronto el hermano mayor apareciendo entre la gente y mirándolo de reojo con evidente ira. No supo bien qué hacer. Ella lo miró y le dijo apresuradamente “chau”, a lo que él respondió con otro seco “chau”, y se quedó mirándola alejarse entre la gente que se apretujaba por salir. “Vamos chango, hasta qué hora te vas a quedar parado allí”, escuchó que le decía uno de sus amigos, y empezó a caminar hacia la puerta, a los empujones por el pasillo. Ya afuera la buscó entre los grupos que se dispersaban y al final pudo verla antes que girase en la esquina caminando entre las otras chicas, flanqueadas por el hermano y los amigos. Ella giró la cabeza y lo miró por un instante. Luego desapareció. El corrió hasta la esquina pero la calle estaba casi a oscuras y había varios grupos de caminantes. Solo pudo distinguir una silueta que imaginó era de ella.       
      â€œÂ¿Alguien quiere fumarse un pucho?”. Los cuatro amigos se sentaron en el cordón de la vereda a fumar y a contar sus experiencias. Casi todos eran novatos y tenían tal excitación que hablaban atropelladamente gritándose unos a otros, tosiendo por el humo y riéndose a las carcajadas, más por la tensión del momento que por los incomprensibles relatos. “Yo le toqué por acá”, decía uno, “Ella me hizo así”, agregaba otro, mintiéndose o exagerando descaradamente, convencidos que los demás les creerían mientras ellos mismos tenían la certeza que los otros metían. Pero así eran las reglas del juego: mentir y dejar que mientan, exagerar sabiendo que los demás exageraban.
      Cuando terminaron de fumar alguien preguntó  “Y a vos, ¿te comieron la lengua los ratones? Contá cómo te fue que te vi bien acarameladito con la minita. Me parece que se dieron con todo”. Se sonrió y dijo “Todo fue fantástico. Sólo nos dimos un beso, pero con la boca cerrada”. “Vamos, vamos, que yo vi manitos por aquí y manitos por allá”, “Dale, contá, no seas carnero”, y otros comentarios que trataban de alentarlo para que contara su experiencia. Al fin y al cabo había sido el pionero, el valiente que había dado el primer paso. Se puso de pie riéndose y empezó a caminar en círculos, “No pasó nada, sólo lo que les dije. Todo fue muy lindo. Pero tengo sueño changos, es hora de ir a dormir”. “Ah, mariconazo. Está enamorado el tipo, qué les parece”,”Está enamorado el mariconazo”, corearon riéndose los otros.”Dejen de joder y vamos a dormir”, “Cada carancho a su rancho”, corearon. Desataron las bicis, se dieron algunos empujones afectuosos y partieron cada uno para su casa.
      Cuando llegó, esquivando los perros que salían a ladrarlo, se metió a la cama helada y se quedó mirando la oscuridad, tratando de comprender y asimilar todo lo que le había pasado.






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