Ricardo Vilca tenÃa la magia de quedarse en el recuerdo de aquellos a los que llegaba. Rápidamente despertaba admiración por su maestrÃa, por ser capaz, sin palabras, dejar una enseñanza, con solo una mirada. Logró despertar cariño, respeto y admiración como pocos.
âEl Caminateâ, su casa primero y mucho después peña y bar, siempre fue espacio de reuniones y afecto. De allà nadie se iba enojado; todos los que lo visitaron se llevaron buenos recuerdos, una frase, una melodÃa, que transmitÃa una calma y una alegrÃa. Disfrutaba  de enseñar y de la compañÃa de visitas de distintas partes del mundo en Humahuaca, en tardes que comenzaban con el viento y no tenÃan fin.
Y como la noche depara sorpresas a los seres noctámbulos, querÃa traer un recuerdo; tal vez un instante sea lo más importante que queda de las personas que parten hacia su otra vida. Esa noche éramos tres almas solitarias que el destino habÃa decidido agasajar, poniendo un tilde en el casillero de la buena suerte en nuestra hoja de vida. El calendario marcaba algún viernes de enero y la geografÃa nos ubicaba entre los cerros de Tilcara; conjunción de tiempo y espacio pocas veces más afortunada. No recuerdo bien por qué nos detuvimos justamente en ese bar, pero lo más probable es que alguno de nosotros haya tenido que sufragar las deudas que se contraen con el organismo, cuando de ingestas lÃquidas se trata. Al ingresar, nos sedujo una mesita libre justo para los tres, a pesar de la importante concurrencia, no muy lejos de la barra; empezamos a intuir un guiño del porvenir y decidimos continuar la noche allÃ. Los distintos grupos que tocaban esa noche, sonaban como música de fondo mientras, absortos en conversaciones salvadoras de la humanidad, fuimos poniéndonos a tono con la ocasión. De repente advertimos en una mesa, entre la multitud, una presencia llamativa, de un brillo particular. Cabeza gacha, vaso en mano, escuchaba como uno más las notas que salÃan de los instrumentos de los músicos. Sus intentos por pasar desapercibido eran absolutamente vanos. Comenzamos a preguntarnos si serÃa él; y luego de varios repasos con la mirada, lo confirmamos. Ahà estaba Ricardo, Ricardo Vilca.
El telón de una noche mágica comenzó a descorrerse. Fieles adoradores suyos en silencio, nunca habÃamos tenido la oportunidad de tenerlo tan cerca. En épocas en que nuestros dÃas de estudiantes transcurrÃan en la Docta, su música era un puente directo e infaltable a la tierra natal. Sin duda, la estadÃa tan lejana, hubiera sido más difÃcil de sobrellevar sin el gran Vilca evocándonos todos los dÃas con imágenes musicales, nuestro terruño. Pues bien, ahà estábamos, favorecidos por el albur, a dos mesas de distancia. Como buenos jujeños, nuestra timidez nos impidió acercarnos a contarle todo lo que significaba para nosotros. No obstante, esa noche las cartas estaban a nuestro favor. Cuando los presentes se fueron convirtiendo en ausentes, y el lugar fue sufriendo ese proceso natural de selección que siempre sucede cuando la oscuridad ya es toda una antigüedad, ocurrió lo que estábamos esperando.Se armó una sola y gran mesa. Y fuimos unos veinte los privilegiados. Al principio, y acorde con su insondable humildad, el maestro permitió que otras manos tocaran su guitarra. Y hasta uno de nosotros, tuvo el tupé de improvisar una canción. Pero, al llegar el momento de que ese hombre hiciera aquello para lo que habÃa nacido, los anteriores intérpretes se dieron cuenta de que se habÃan arrastrado penosamente por las cuerdas, como quien repta por el fango.Â
Cuando, envalentonados por la ocasión y el lÃquido oscuro le pedimos âEl último trenâ, el músico dueño del misterio levantó la mirada sorprendido por que conociéramos su obra. Ahà nos dimos cuenta de que no era conciente de su propia figura. Tocó la canción con alegrÃa y esmero, como hacen las cosas los hombres de corazón generoso. Y, a su fin, la Ãntima platea explotó en aplausos y abrazos. Después vinieron otras joyas. Todos ya éramos uno cuando cantamos âQuebrada de sol y de lunaâ y el reloj apareció en la mañana tilcareña como el enemigo del momento. âMe tengo que ir, pasa el colectivo para Humahuaca, y si no voy la patrona me echaâ, comentó sonriente mientras levantaba sus pertenencias y el último vaso de vino. Y llegó la hora de la despedida El hombre se fue solo, como siempre estaba, aunque se encontrara rodeado de gente. Al verlo caminar con la guitarra en la mano, sentimos que en ese instante, cada cosa estaba en su lugar. âSiento quenas que en el viento huyen, trayendo amores y silencios de las peñas que encierran el sol en su corazónâ¦â, cantamos a viva voz una y otra vez hasta llegar a nuestra morada. Nunca olvidaremos que al despedirse, nos dio las gracias por la compañÃa. No, maestro, gracias a vos.Â
El pasado 19 de junio cuando el viento sopló y se lo llevó, cada persona que lo conoció o vivió su música sintió la pérdida de aquello que se va para no volver. Siempre fue tan grande Ricardo Vilca como persona y como músico, que llenaba cualquier lugar de frases, de aromas que lo acrecentaban más y más. Ahora lo hará allá arriba acompañando a nuevos amigos y mostrándole los sonidos de la Quebrada a Dios. (Mariano GarcÃa y Maximiliano Quinteros. Ariadna Tabera).
Ricardo Vilca tenÃa 53 años y la vida se lo llevó después de luchar contra una grave enfermedad que lo tuvo internado en San Salvador de Jujuy más de 20 dÃas.
En la peña âEl Caminanteâ, donde ejecutaba su música junto a sus amigos, lo velaron. AllÃ, donde habÃa compartido charlas y sonrisas, donde habÃa trazado proyectos y escrito su música; allà sus amigos lo despidieron tocando sus canciones.
A las 15 horas, del 20 de junio, con un viento que acompañaba la fecha, las calles de Humahuaca se llenaron de amigos de Ricardo para acompañarlo, primero hasta al municipio, donde el intendente Mario Sosa también quiso despedirlo y la folclorista Daniela Salas le leyó el texto âAmigoâ.
El féretro fue llevado hasta al Iglesia de Nuestra Señora de la Candelaria para la misa de cuerpo presente. Afuera quedaron muchos amigos que no pudieron ingresar, Tukuta Gordillo lloraba y se lamentaba por la pérdida, Fortunato Ramos miraba de lejos lo que nunca hubiera querido observar y decÃa compungido âel Indio lo llamó de arribaâ.
El padre Rubén Cruz celebró la misa, afuera y dentro de la iglesia todo un pueblo lloraba a su Ricardo, no al maestro sino a la persona que los habÃa abandonado. El cielo azul y el soplo del viento norte guardaron toda la ceremonia. Â
Una banda de sikuris escoltó la procesión encabezada por la Santa Cruz, y más atrás, los amigos de Vilca ejecutaban âGuanuqueandoâ o âPlegaria de sikus y campanasâ.AsÃ, llegaron hasta el cementerio del pueblo, donde todos tuvieron la oportunidad de despedirse con pena, con una flor, con tonadas de distintas partes de la Argentina, que también se escucharon en la despedida.
AllÃ, estuvieron presentes en el lugar, los primeros integrantes de sus grupos, BeatrÃz Cabana, Cecilia Palacios, Fortunato Ramos, Ernestina Cari, âBichoâ DÃaz, y tantÃsimos músicos y amigos.
Compositor e intérprete humahuaqueño, su discografÃa incluye A nuestros héroes de ayer, con el Grupo âOmagua-Kaiâ con quienes grabó el Himno Nacional y otros himnos que animan los comienzos de los dÃas en los colegios jujeños. Música del altiplano, ya con la formación de Ricardo Vilca y sus Amigos, con quienes también editó Majada de Sueños, Nuevo DÃa y La Magia de mi Raza; todos parte de su legado para continuar valorando y difundiendo.  Â
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