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Alberto Alabí

Envidiando a don ENegé

Alberto Alabí * 

      El contacto con la imagen genera una concesión irrestricta, un acto de fe inmediato. Las palabras siempre son sospechosas y deben ser interpretadas; pero no hay mediadores entre el ojo y la figura; las imágenes no se filtran porque siempre tienen rango de ley: el oído es suspicaz, la mirada es ingenuamente creyente. La imagen fascina, no existen componendas con ella; se cree lo que se ve. De todos los sentidos, la visión es el único que condena. Esta ha sido por mucho tiempo la estética de Jujuy, un ojo siempre diligente al mandato de la forma. Para esa mirada un baldío es un baldío y toda belleza se atrinchera en la posibilidad (o el esfuerzo) estético de las cosas. Visto así, no hay mayor virtud en un lindo amanecer. Pero la poesía quiebra el código. Es el único discurso que puede engañar esa semiótica ligera. Así como los textos jurídicos o científicos producen presunciones y los vocablos se repliegan sobre sus propias ambigüedades, del mismo modo un poema no estimula sospechas.
      He pasado por ambas formas de mirar, la del ojo visual y la del ojo poético. El indómito ojo biológico  no está hecho para leer sino para salvarnos de la muerte: calcula la proximidad del puma o la ferocidad del perro que torea en los garrones; aparato primitivo y nervioso pendiente de cualquier agitación en la sombra; ojo genético marcado con herencia de color,  miopía y estrabismo; ojo simple, eficiente y crédulo. El otro ojo viene después, el que desconfía, el ojo mutulo y cínico, parrandero y espía; canalla y voyeur. El ojo que aprende a volverse cómplice de una forma mentirosa     (poética, digo) de decir. La mirada que no sólo tolera el engaño sino que disfruta de la metáfora, que es la forma más solapada de la mentira. A ese ojo lo tallan desde afuera los maestros. Los que ayudan a que transfiguremos el sentido salvaje en un delicado aparato perceptivo, en un ojo estético. Por él sé que odio los eucaliptus pero que me encanta el eucalar; que el eucalar no tiene el mismo color que una forestación de árboles extranjeros. Sin proponérselo don Leandro Néstor Álvarez Groppa o n.g. o Don Enegé se constituyó del sesenta para acá en el domador de nuestros ojos con vocación centinela. Desde esa época es que vengo persiguiendo (envidiando) a Groppa (y a mi hermano Miguel), para copiarle la forma de mirar. Lo seguía por la zapatería de Guitián, por la heladería El cisne, por los festivales de El Gallo; lo vi saludando a don Manuel Rubín cuando pasó Gastón Perkins con el primer 504; yo, con turbante y parado sobre el cajoncito blanco en el que dormía la lampaluagua Julia (que nunca vio nadie) era el ayudante dell Indio Peruano, don Néstor. Era yo, que vivía a la vuelta de su casa, sobre la Gorriti, arriba de Moschetti, cerca de lo de don Pompeo Camusso. No sé si se acuerda. Los Campito me decían Abdulah. Mi papá era el que tenía una estanciera Willys Overland verde cuando usted tenía el primer 3CV. Yo era el que siempre quedaba, frente a la placita de su casa. Bueno, sigo quedando, don Néstor.
      Las tardes que vinieron después son poca cosa. Mi universo minúsculo está hecho (sólo) de aquellas primeras (únicas) tardes. Mi mundo ínfimo se reducía a ver cómo mi hermano Miguel pescaba mojarras en el bañadero que quedaba bajo la pasarela de Atlético Ciclón; a envidiarle la forma de pescar viejas con arpón de sombrilla y corcho o yuscas, con anzuelo mosquito o panzonas, con botella de sidra y miga. Además armaba arcos copa de mora, suelero y goma doble; jugaba a las bolillas hasta el chorti e infaliblemente regresaba con una cornucopia de romanas, bolivianas, teras y cada tanto algún acero. En el polvoroso, siestero y atérmico picado de la plazoleta de la fuente mi hermano elegía y por eso yo jugaba; aunque siempre quedara al arco. Se jugaba un solo partido que duraba desde la siesta a la oración y concluía con la trifulca entre los que decíamos que ganábamos treinta y siete a diecinueve versus los que defendían el cuarenta a veintitrés. Quedar o ser dueño del chuti son las jerarquías más bajas en el escalafón de la siesta. Pero el que queda mira y mira más; porque el juego no es otra cosa que una batahola intermitente barnizada de raspones, sudor, chuzazo, polvo, pata pila y sacachispas. El aburrido arquero espera sentado sobre un morro mordisqueando yuyitos dulces o rascándose la costra de las rodillas y cada tanto otea por dónde anda la polvareda de la gambeta. Y ahí se queda, mirando cómo al fondo de la Urdininea el boxeador Mele le aplica a la Sapiro un  piropo directo sobre la oreja o se queda envidiando el De Carlo 700 de los Di Leo, el Valiant celeste oscuro del doctor Soler y el camión International de don Pompeo que recién arranca cerca de La Yusa. La lejana máquina Aconcagua del bar Roemi suelta rachas de Estelita, Santiago querido o Decí por qué no querés. Hasta que un puntano envenenado en el que viajan el gol, la advertencia tardía y la rigurosa puteada colectiva perfora el arco, la modorra indolente del soñador inútil y los efluvios canoros de Palito Ortega o Leo Dan. El que queda contraputea con desgano y medio para conjurar las risotadas del público pero al cabo vuelve a buscar pastitos tiernos porque juega sólo para mirar. Yo miraba cómo miraban los que venían a mirar el partido. El arco de piedra ablandado con camperas y pasto recién cortado era mi observatorio. Yo siempre quedaba en el polvoroso picado de la plazoleta de la fuente que queda junto a los juegos y al palo borracho de la Jorge Ñúberi. Las tardes cruzaban por Villa Gorriti abriéndose paso por entre la charanga de los viboreros de la Dorrego, el televisor colectivo de Men-bar donde veíamos Bronco Ley, el puente Lavalle y el mercado de abasto. Junto al puente, en el bar, al lado de la máquina de música Aconcagua del Roemi, estaba Don Enegé. Don gringo Enegé, recogiendo la polvareda del picado, los remolinos rojos de la oración que fileteaba la silueta del monoblock H. Y yo mirándolo mirar y llevarse a su observatorio de tardes baldes repletos de material fresco en su libretita y subirlos hasta el andamio del observatorio en la “Urdinea”. Porque sabía que el domingo en la fachada de la página literaria volvía el puente y la Dorrego viborera y bolivariana y el H pero emboquillado y con revoque fino. Vea don Néstor, permítame que diga que éramos vecinos; es para darme un poco de dique, no cualquier malevo de Gorriti tiene un vecino que ha hecho la mejor página literaria del norte y una de las revistas más dignas del país. Permítame que le agradezca el coplero de Carrizo y Boman y Von Rossen y Tomasini y el maravilloso Flipper. Permitamé maestro.

 

* Publicado en Homenaje Groppa.






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