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Pendejos

Reynaldo Castro
No leen libros. Uno mira a estos pendejos y enseguida saca una rápida conclusión: hablan con un lenguaje reducido, son lentos adolescentes que no maduran, no tienen intereses políticos ni aspiraciones intelectuales. En muchos casos, ni siquiera tienen deseos sexuales.
No todo es culpa de ellos. Les estamos dejando un tiempo con un sentido fuertemente egoísta, donde los temas de discusión son marcados por la televisión y desde un punto de vista mercantil. Sólo lo que genera audiencia puede estar en el aire; lo que circula en los márgenes está condenado a su destino. Así, las voces de los desesperados no se escuchan.
Casi todos los programas de televisión se hacen con esta lógica. Se arman contenidos de acuerdo a los anunciantes. En menor medida, pasa lo mismo con la radio y, desde hace algún tiempo, también con el periodismo gráfico. El periodismo se reduce, de esta manera, a ser el oficio que se ejerce en los intersticios que dejan los avisos pagos.
Resulta fácil comparar la propia experiencia como lector con las de los jóvenes de hoy. Es muy cómodo, pero también engañoso. Uno no puede postular su propio pasado para comprender lo que le pasa hoy.
Uno era un lector omnívoro (si algún pendejo no sabe lo que significa ese término en este contexto se lo aclaro: uno leía todo). Me acuerdo que uno de mis abuelos le dijo a mi madre que tenía que llevarme al médico porque yo estaba leyendo demasiado. Esa temprana lección me enseñó dos cosas: hay que vivir con inteligencia en este sistema y no hay que estar de acuerdo con las consecuencias del sistema.
Mi rebeldía consistía en llevarme una linterna para leer historias prohibidas entre las sábanas. Esas lecturas fueron mis únicas clases de educación sexual. Algunas mujeres generosas, un tiempo después, me supieron orientar. A veces creo que todo es una cuestión de suerte.
De nada sirve comparar la juventud actual con la propia experiencia. Eso hacen algunos padres y profesores introspectivos. Creen que la lógica de entonces sirve para entender a este presente confuso y se equivocan.
Mis lecturas apenas sirvieron para formarme o deformarme. Las páginas pornográficas que he leído fueron como simuladores de vidas que no me atrevía a protagonizar. Me permitieron, eso sí, darme cuenta de que tengo que vivir porque hemos sobrevivido a lo peor. Pero no puedo decir casi nada de los jóvenes.
No leen libros. Arman sus historias por medio de brevísimos mensajes de textos y por el chat. Son protagonistas de los que cuentan, arriesgan más de lo que nosotros arriesgamos, tienen menos armas que nosotros y, cuando no tienen suerte, pagan un precio muy caro.





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