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José Luis Mangieri

Un poeta llamado Leandro

José Luis Mangieri

      Lo conocí cuando todavía no era Néstor Groppa. 1947. Era Leandro, o Leandrito porque era el más joven de los cuatro. Ese año hice la colimba con el hoy conocido pintor Domingo Onofrio, que en esa época cursaba la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano con Leandro y Andrés Lizarraga que se convertiría en el dramaturgo de Santa Juana de América que por la década del 50 protagonizara en una actuación memorable Norma Aleandro en el Teatro Independiente Fray Mocho.
      Leandro venía siempre ?como creo hoy, 50 años después? de riguroso traje gris, chaleco y corbata y a través de sus eternos lentes desparramaba sobre nosotros una inteligente e incisiva mirada que nos hacía sentir incómodos o culpables.
      En esos tiempos, bastantes pesados a nivel cultural, éramos cuatro amigos inseparables, ávidos de conocimiento, es decir, saqueadores contumaces de librerías. Leandro además dibujaba con trazos finos, obsesivos, detallistas, donde no había margen para la imperfección. Conservo algunos de esos trabajos.
      En 1951 nos hartamos de Buenos Aires: Lizarraga y yo nos largamos a Bariloche, Groppa y Onofrio a Jujuy. Allí trabajaron de maestros ?en Tilcara? bajo la protección de Medardo Pantoja y Luisa, su mujer. Onofrio pegó la vuelta a los cuatro años y Leandro se aquerenció en la Quebrada y ahí se quedó hasta hoy. En esa época tomaba unas malditas pastillas cuyo nombre todavía recuerdo: “Privina”. Jamás supimos para qué eran. ¿Contra la nostalgia, tal vez? ¿Contra la hostilidad del mediocre del que nunca se supo defender muy bien? Nos reuníamos al atardecer ?o al caer la oración, como diría mi abuela? en un café frente al viejo hospital Clínicas, hoy hecho plaza para felicidad de los gorriones. En su primer libro, Taller de muestras (1954), Groppa recorre Buenos Aires, la describe amorosamente como hiciera la generación del 22 (Borges, Olivari, Tuñón) y se detiene justamente en un poema que se llama “el Clínicas”. Será imposible obviar este libro cuando se haga un inventario de los cantores de Buenos Aires. Y, como me señaló el joven poeta Daniel García Helder, secretario de redacción de Diario de Poesía, “a pesar de las influencias de Tuñón y Girondo, ya hay en ese primer asomo una voz propia”, que, a mí entender, lo hace un lúcido precursor de los sesentistas que encabezaría Juan Gelman.
En 1956 lo reencontré en Jujuy, me llevó a la casa de Andrés Fidalgo y Nélida en la calle Senador Pérez ?que por los dueños de casa y por los que pasaron por ahí debería ser declarada monumento nacional con chapa en la puerta? y ahí tuve el privilegio de asistir al nacimiento de la mitológica Tarja.
      Me acuerdo que cuando lo conocí vivía en Flores sur, en un pasaje que se llamaba “Recuero” y me contaba que había nacido en Laborde, un pueblo de la pampa húmeda de la provincia de Córdoba y que, por motivos de trabajo de su padre, después se trasladó a América, en Buenos Aires. Su madre murió muy joven y lo recuerda en su primer poema “A Vicenta Groppa” de su segundo libro Indio de carga (1958) que bien hubiera querido escribir yo a la muerte de mi madre: “Les dio a mis ojos el mundo/ Y en el tiempo labrador/ ellos siempre harán recuerdo/ de su silencio de flor”.
      Pasó medio siglo Leandrito, quién diría. Ya no están los títeres del Quitupí que revoloteaban con Nélida Fidalgo, tampoco está más su hija Alcira, joven poderosa que se llevó lo siniestro, y aunque el mediocre te siga cercando, hoy tu obra comienza a ser considerada en esta ciudad que caminaste y quisiste tanto, ya vas a ver, no seas pesimista. No estás cercado, te rodean los jóvenes poetas de Jujuy al igual que al usía Fidalgo, está tu obra editorial en la Universidad de Jujuy que bien conocemos aquí, y fundamentalmente, está tu obra poética, que te comunicará para siempre con los seres humanos, a cuyo destino, al igual que Withman, jamás fuiste ajeno.

Buenos Aires, 20 de agosto de 1995.






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