Mónica Undiano*
Sentado a la puerta de mi casa, miraba mis pasos pasar. Se me reÃan.
- Mirenló al mariquita!
- ¡Ja! ¡Dice que mira sus pasos!
- Bah, tiene miedo de jugar con nosotros...
Me decÃanâel pajero!. No sabÃa el significado hasta que Mariano me explicó.              Entonces comprendà menos. Yo nunca lo hacÃa, aunque él pensaba que no era eso a lo que se referÃan.
-Tu paja es mental, chico, me decÃa.
Entonces, yo entendÃa menos.
Mariano era más grande. Nuestra relación era distante. SolÃa observarme de costado desde la vereda de enfrente, asÃ, como se paraba él, con la cabeza baja y el eterno palillo entre los dientes. Yo fantaseaba con que quizás querrÃa ver mi rastro. Pero la mayor parte del tiempo, sólo era testigo de cómo los otros chicos se burlaban de mÃ. Ellos no sabÃan. Nada. Ni siquiera Mariano.
Claro, no podÃan saber que me contemplaba a mà mismo. Era como si viniera de otro lugar, un señor grande, yo, que me acercaba desde la esquina, pero siempre pasaba de largo. A veces era un anciano, otras un joven. Me veÃa constantemente. Algunos dÃas no querÃa, no querÃa estar allÃ. Me quedaba en casa, pero mamá no me dejaba en paz, que hacé esto, que no mirés fijo, que parecés opa, bah, terminaba escapándome a la calle. Ella creÃa que jugaba con los de la barra, sin embargo me acomodaba en la esquina y me miraba pasar.
Lógico, de vez en cuando pensaba en esa palabra, y me agarraba la curiosidad..., si no fuera porque el cura de los domingos nos prometÃa la locura y porque según Mariano, ya tenÃa todo instalado en mi cabeza de todos modos. No entendÃa bien lo que querÃa decir, pero deduje que eso de la mente era mejor, y de toda maneras yo lo pasaba de diez, mirando no más. No notaba ningún cambio en mÃ, salvo que quizás me habÃan crecido algunos pelos en las piernas y en la cara y... bueno, fuera de eso, estaba igual, y el tipo ese, que era yo, continuaba apareciendo.
Una tarde quise averiguar a dónde iba tan apurado y lo seguÃ; él se daba vuelta, me sonreÃa, no dejaba de caminar. Avanzaba observando su espalda, sus trancos, su cabello peinado al costado, tan parecido al mÃo. Si lo alcanzaba podrÃa enterarme de dónde venÃa, hacia dónde se dirigÃa, o mejor, podrÃa meterme en él y retornar a mÃ. Corrà , casi volé, pero de pronto mis pobres brazos intentaron no sé qué manoteando el aire, hasta que mi cara chocó contra el cemento. La calle tenÃa gusto a tierra. Me sacudà el aturdimiento dándome cuenta de la zancadilla.
Los chicos boqueaban de risa, intenté incorporarme pero uno de ellos me pisó la espalda con todas sus fuerzas.
-Hola mariquita, ¿a dónde ibas tan apurado?
Su aliento cerca de mi nariz olÃa como el de papá los sábado por la noche o el de Mariano últimamente, ese vino de mierda, como dice mamá.
-¿Estás en plena paja, nena, por eso no contestás?
Y trato de levantarme, irme, o hacer algo por lo menos, pero no me dejan, me golpean, me patean, me tiran el pelo, y mis huellas se alejan, se alejan, quiero correr detrás de ellas, no volver. Entonces, furioso, les rujo a los que no entienden, a los que agreden, les grito con un alarido grueso, desconocido, que son ellos los cobardes pajeros de mano, no de mente, porque ni cerebro tienen, y mientras grito con voz de macho, mientras mis manos y pies remolinean frente a los asaltantes que escapan corriendo, el hombre con mis señas se esfuma.
Mariano mira la escena metros atrás. Lo odio. Su media sonrisa le parte la cara en dos, me hace guiño, se da vuelta y se va.
Ahora, algunas veces, todavÃa busco mis pasos pasar, pero sólo un lejano rumor llega hasta mi umbral.
*Del libro Fugas, Apóstrofe Ediciones, 2005.
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