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Miguel Espejo

El costo del exilio

Miguel Espejo

      Hace casi veinte años participé, en Lyon, de un congreso dedicado al exilio, a examinar por lo tanto algunas de las pesadas consecuencias que este estatuto tiene sobre los seres humanos. La cuestión estaba acotada a América Latina y principalmente a sus escritores. Allí se encontraban Jorge Amado; el haitiano René Depestre, decano entre sus pares, pues hacía décadas que vivía esta situación; el paraguayo Rubén Bareiro Saguier; Jorge Enrique Adoum; la cubana Rauda Jamís y muchos otros, algunos de los cuales ausentes por motivos de salud, como fue el caso de Juan Carlos Onetti.
      Las exposiciones trascendieron extensamente el marco del enorme extrañamiento que padecen quienes se encuentran en esta condición. Casi todos prefirieron hablar de las causas profundas y comunes del destierro forzoso en nuestros países. Varios de los participantes habían sufrido sevicias y torturas antes de alcanzar su rango de exiliados. No obstante, siempre primó la discreción personal sobre estos puntos donde el ser humano padece inerme el dolor impuesto por sus verdugos, verdaderamente más allá de lo concebible, tal como lo reflejó el informe de la CONADEP. Recién se comenzaban a dar los primeros pasos para hacer de las violaciones a los derechos humanos crímenes imprescriptibles.
      En mi ponencia preferí seguir los pasos del filósofo polaco Lezles Kolakowski, quien, hacia fines de la década del 70, escribió un texto memorable titulado “Elogio del exilio”. Destaqué en ese momento el revés de la trama y los aspectos positivos del exilio, pues éste obliga a incorporar del mundo nuevas perspectivas, a verlo desde ángulos que antes no nos estaban permitidos. Aquí la estética se funde con la ética en el intento de resolver el conflicto que el hombre tiene con el mundo y con aquello que lo rodea. Posibilidad que poseen, sobre todo, los artistas, escritores, pensadores e intelectuales de distinto orden, quienes de acuerdo a la célebre expresión atribuida a Diógenes de Sínope, por su propia actividad se convierten en “ciudadanos del mundo”.
      Pero que se pueda extraer consecuencias creativas de esta situación (Dante quizás sea el ejemplo más alto de un escritor en el exilio), no significa desconocer, ni olvidar por un instante, los costos psíquicos, médicos, pecuniarios, profesionales y de todo tipo que, habitualmente, padecen quienes sufren el exilio forzoso que, para poder seguir viviendo, deben hacerlo lejos de su patria. Sin hablar de las pérdidas materiales y de los saqueos de los que muchos fueron objeto con el famoso argumento del botín de guerra.
      El proyecto de ley, que tiene media sanción del Senado, y que se encuentra en una de las comisiones de la otra cámara, intenta resarcir económicamente a aquellos que padecieron el exilio escapando de una posibilidad cercana o cierta de muerte. Este proyecto viene a completar las reparaciones económicas (y no de justicia) que, en gran medida, ya se hicieron efectivas en lo que atañe a los tristemente llamados “desaparecidos” y a los presos, ya sea que hubieran cumplido prisión efectiva o que después de haber sido detenidos hubieran pedido y obtenido la opción para salir del país; es decir, a quienes les permitieron estar en el exilio en lugar de presos. En su momento, también hubo voces en contra de la ley que sancionó estas reparaciones.
      Cuando hay cuestiones de dinero, cuando se toca el “el órgano más sensible del ser humano”, las opiniones divergen con rapidez. Escuché, en su momento, a la mujer de alguien que estuvo preso durante ocho años, quejarse porque la suma era la misma para quienes habían pasado esos años en el exilio, después de estar presos unos pocos meses; su marido no había solicitado la opción para salir del país porque pensaba que su estadía en prisión sería breve.
      En la actualidad, los opositores a este proyecto de ley se dividen, salvando los muchos matices que hay al respecto, entre quienes, como Mariano Grondona, sostienen que los exiliados no merecen indemnización alguna, por su parte de responsabilidad histórica, y aquellos que piensan que no la merecen por la actual situación económica y porque quedan en desventaja todos aquellos que padecieron el exilio interno, obligados a cambiar de provincia por el riesgo que corrían si permanecían en sus domicilios habituales.
      Frente a la existencia de un terrorismo de Estado, que actuó con la arbitrariedad y saña más abyectas que se hayan dado en nuestra historia, resulta difícil precisar los límites que hay entre aquellos que se fueron porque su peligro de muerte era inminente, entre los que lo hicieron porque no querían vivir en un país arrasado por sus Fuerzas Armadas y todos los otros que emigraron por circunstancias económicas o por creer que ya no encontraban futuro en esta sociedad.
      Obviamente, no se puede indemnizar a una sociedad entera. Menos que menos a los que apoyaron la realización de estos crímenes. Sin embargo, resulta hipócrita, cínica y siniestra la voz de quienes simulan asombrarse por una posible indemnización a los exiliados, por sus costos, y no dicen una palabra acerca de los muchos miles de millones que venimos pagando, desde hace más de dos décadas, a los miles de autores de crímenes aberrantes, que no han podido ser juzgados por el chantaje armado que realizaron, en su momento, al presidente Alfonsín y a toda la sociedad civil. En esta Argentina al revés, algunos nuevamente esperan que exista mayor consideración por los victimarios que por sus víctimas.






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