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Miguel Espejo

La muerte en Miguel Hernández

El 30 de octubre pasado se cumplieron los 95 años del nacimiento del gran poeta español, cuya irradiación, a pesar de su temprana muerte, superó con creces la frontera de su patria.

Por Miguel Espejo*

      Las distintas visiones que el ser humano tiene sobre la muerte son comparables al fenómeno religioso: al mismo tiempo son similares y diferentes. Esta situación se debe, antes que nada, a que los hombres estamos atravesados por la alteridad, por monolítica que sean nuestras convicciones políticas; atravesados por la identidad y la diferencia. Casi por la misma época (1938) en que el autor de El rayo que no cesa fue condenado a muerte, y luego de condonada la pena, por los numerosos reclamos internacionales, sometido a severísimas condiciones de prisión, Hermann Broch, a su turno, era detenido en Viena por las tropas alemanas que anexaran Austria al régimen nazi. También fue la presión internacional, encabezada por Joyce, la que salvó a Broch de la muerte. En la cárcel, el autor de la excepcional trilogía Los sonámbulos, pensaba que todavía no había escrito una obra a la altura de sus proyecciones. Fue ahí que comenzó a imaginar el argumento de lo que luego se convertiría en La muerte de Virgilio. Como se sabe, Virgilio agonizante le pidió a Augusto que quemara la Eneida. Augusto, al igual que veinte siglos después lo haría Max Brod con la obra de Kafka, se negó a hacerlo. Con Dante, Virgilio se había convertido en el guía para examinar el pasado desde una mirada todavía medieval; con Broch, Virgilio sería una metáfora para comprender el horror del mundo presente, embebido de las masacres en serie y donde la muerte, por motivos políticos, sentaría su señorío (alrededor de 100 millones en el transcurso del siglo XX).

La muerte enamorada
      Si es verdad, como lo sostiene Maurice Blanchot , que desde el romanticismo alemán los escritores están marcados por “la soledad esencial”, podríamos aventurar que en Miguel Hernández existen simultáneamente varias formas de percibir la muerte. La primera es la cesación del yo lírico, que no se confunde con la muerte personal, sino con la finitud de la capacidad creadora. Desde la perspectiva poética, la desaparición física es el pretexto para abolir la página en blanco y para instaurar el ejercicio de la escritura.  “Aquí anduvo la muerte mi vecina / sesteando a la sombra de los sepultureros”  habla mucho más de la cesación recién aludida que de la proximidad real de la muerte, ante la cual, por otra parte, el poeta se rebela. Hay un rasgo religioso en “Vecino de la muerte” cuando se proclama la pertenencia a un todo. El panteísmo, por su propia naturaleza, nos ampara de la desaparición lisa y llana. “Yo no quiero agregar pechuga al polvo: / me niego a su destino: ser echado a un rincón” asevera el poeta, con un énfasis nuevo en la lengua castellana, que por momentos lo vincula más a algunos de sus contemporáneos, a César Vallejo, a Vicente Aleixandre o al Neruda de Residencia en la tierra, que a la tradición gongorina y culterana de sus primeros versos.
      Difícilmente se encuentre un joven poeta que no esté enamorado de su propia muerte. En esta dirección también puede leerse el célebre verso de Quevedo: “polvo soy…mas polvo enamorado”. La contemplación del fin y su imantada atracción ha conducido a muchos poetas al suicidio. No es el caso de Hernández, pero en los poemas de El silbo vulnerado, que luego serían incorporados a El rayo que no cesa (1936), escritos hacia 1934, cuando el poeta no había cumplido aún los 24 años, aparecen ya ciertos signos de este fenómeno: “Me sobrecoge una emoción de muerto / que va a caer al hoy en paz, ahora”. Esta dimensión cobrará nuevas fuerzas expresivas a medida que su proceso de identidad se afirma:

            Me llamo barro aunque Miguel me llame.
            Barro es mi profesión y mi destino
            que mancha con su lengua cuanto lame.

            ………………………………………………
            Antes que la sequía lo consuma
            el barro ha de volverte de lo mismo.

      Sin embargo, es con la “Elegía” compuesta porque “se me ha muerto como un rayo Ramón Sijé”, como reza la dedicatoria, donde está expuesta en su cima la concepción lírica que el poeta tiene de la muerte. Al igual que en el inicio mismo de la escritura sumeria, cuando Gilgamesh se rebela ante la muerte de su amigo, Miguel Hernández  encuentra en este hecho la oportunidad de irrumpir, por medio de estos tercetos, hacia lo más alto de la literatura castellana. Borges decía que un poeta tiene derecho a ser juzgado por sus mejores versos. Quizás estos lo sean:

            Temprano levantó la muerte el vuelo,
            temprano madrugó la madrugada,
            temprano estás rodando por el suelo.

            No perdono a la muerte enamorada
            no perdono a la vida desatenta,
            no perdono a la tierra ni a la nada.

La experiencia colectiva
      Desde que las guerras napoleónicas instalaron el concepto de “la nación en armas” y las guerras mundiales el de la guerra total, el hombre tuvo que modificar su experiencia de la muerte y su socialización. La antropología, la arqueología y la paleontología nos enseñaron que los primeros sepulcros se pierden en la noche de los tiempos y que han precedido por muchos milenios a la revolución neolítica. Lo nuevo de la muerte, como también nos lo ha enseñado Goya con los fusilamientos del 3 de mayo y posteriormente Picasso con su Guernica, es su banalidad, su insignificancia o, si se quiere, su planificación y su producción en serie.
      Miguel Hernández no podía permanecer ajeno a esta irradiación. Desde los comienzos de la Guerra Civil el poeta advierte que esta colectivización de la muerte provoca una angustia que se parece apenas al sentimiento de pérdida que se experimenta ante el fallecimiento de un ser querido. En Viento del pueblo (1937) el autor reúne poemas con espíritu, por así decirlo, de combate y otros donde se refleja esta nueva experiencia. “Sentado sobre los muertos” es el poema que posiblemente mejor sintetice el asomo al abismo y al horror: “Sentado sobre los muertos / que se han callado en dos meses, / beso zapatos vacíos”. El poeta reclama disponer de los medios necesarios para expresar esta dimensión inédita: “Que mi voz suba a los montes / y baje a la tierra y truene, / eso pide mi garganta / desde ahora y desde siempre”. La conclusión casi lógica de la situación que expresa el poema se le impone con cierta resignación: “Varios tragos es la vida / y un solo trago la muerte”.
Resulta inútil intentar glosar los textos en los que Miguel Hernández aborda esta experiencia colectiva de la muerte. En primer lugar, porque frente al lenguaje poético hasta la hermenéutica tiene sus límites; en segundo término, por todo lo que hay de intransferible en esta experiencia. No es casual que la mayoría de los sobrevivientes de los campos de concentración hayan evitado hablar de lo que les ha sucedido. Ser testigo y partícipe de una guerra civil no es una cuestión menor. La voz generalmente vacila, salvo cuando en una nueva elegía, dedicada a García Lorca, tanto el autor de Yerma, como el propio Hernández, “atraviesa(n) la muerte con herrumbrosas lanzas / y en traje de cañón, las parameras / donde cultiva el hombre raíces y esperanzas, / y llueve sal, y esparce calaveras”. La muerte en serie alcanza aquí su estatuto diluviano y, a través de estas traumáticas percepciones, cualquier hombre es capaz de comprender que no sólo está en juego una ideología o un régimen político, sino la propia permanencia de la especie, lo que desde tiempos inmemoriales se ha denominado el fin del mundo.
      La tercera y última visión que Miguel Hernández tuvo de la muerte fue la que terminó confundiéndose con su propio destino. “Eterna sombra” y “Muerte nupcial” quizás sean los textos más ejemplificativos de los sentimientos que lo embargaban poco antes de su muerte. A más de 60 años de su desaparición, mientras el 30 de octubre se cumplen los 95 años de su nacimiento, esta muerte continúa provocando indignación, pero también produjo una sucesión de homenajes. Lo que pueda agregarse al respecto, desde el punto de vista fáctico, será siempre insuficiente. El 28 de marzo de 1942, el poeta sólo tenía 31 años. La inusitada fuerza y los múltiples logros que, por momentos, tuvo su obra permanecen ligados indisolublemente a la juventud que les dio origen. Imaginar una hipotética producción poética posterior es forzar el sentido que la muerte impone a la creación artística. Sólo podemos entrever lo que Hernández percibía de su propia muerte por medio de sus poemas anteriores. En uno de ellos, uno de los más famosos y logrados, “Me sobra el corazón”, nos dice: “Hoy estoy sin saber yo no sé cómo, / hoy estoy para penas solamente, / hoy no tengo amistad, hoy sólo tengo ansias / de arrancarme de cuajo el corazón / y ponerlo debajo de un zapato”. Sin duda, Miguel Hernández ha sido uno de los escasos poetas de nuestra lengua que ha sido capaz de arrancarse el corazón y de ofrecerlo al mundo.

*Escritor y ensayista.  






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