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Mario Pizarro

Alem, Irigoyen y Perón

Mario Alejandro Pizarro

      Recordar el pensamiento de ciudadanos cuya imagen ha adquirido una dimensión patricia en la consideración de su pueblo, representa un ejercicio permanente de nuestra memoria. Primero porque la recordación implica la rememoración, de sus perfiles cívicos, de la magnitud de sus realizaciones, y segundo, porque su presencia adquirió tal proyección en el seno de la comunidad, que los constituyó en gobernantes y conductores dentro de la democracia.
      Corresponde, entonces, que seamos tan prolijos como veraces en las recordaciones, porque en estos tiempos hablar de Alem, Yrigoyen y Perón no puede quedarse en el repaso de la rica enumeración de sus obras como gobernantes, si no que es indispensable precisar cuáles fueron los valores más destacados de sus personalidades que les dieron la credibilidad, la eficiencia, la autoridad y el respeto, que han hecho de estos hombres figuras singulares entre los políticos que conocimos a fines del siglo XIX y principios del siglo XX.
      Los avatares de la vida hacen que en el mes de julio de distintos años, los conductores de estas dos fuerzas políticas mayoritarias y populares dejaran de existir (1896, 1933 y 1974 respectivamente); tres patriotas que soñaban con una Argentina hermanada, libre y nunca sometida. Es muy difícil decir cuántas veces pudimos cumplir con sus sueños y cuántas los abandonamos, pero lo cierto es que quienes abrazamos sus pensamientos tenemos una especie de mandato intrínseco que sabemos que debemos cumplir, sobre todo para no considerarnos indignos de esa herencia, que la muerte deja librada a los que quedamos vivos. Casi podríamos decir que deberíamos sentirnos los verdaderos albaceas de este legado y que de nuestra acción dependerá que perdure, que se siga transmitiendo de generación en generación y que en nuestra lucha diaria estén siempre los principios fundamentales que hicieron de estos tres argentinos, tres grandes formadores del pensamiento político de nuestro país.
      Es necesario decir que en el siglo pasado, cuando estos tres hombres fueron protagonistas indiscutibles de la política argentina, por circunstancias internacionales y por ausencias de alternativas internas, el modelo que se consolidó en la Argentina fue el de una economía dependiente que finalmente nos llevó a una crisis sin retorno, mientras que el modelo político sobre el que se edificaron los mejores propósitos fue el de una república oligárquica que clausuraba el verdadero progreso social.
      El radicalismo primero, el justicialismo después lucharon cada uno a su manera contra ambas obstrucciones. El radicalismo, sin abandonar la búsqueda de la igualdad, debió priorizar los ideales de la libertad, no sólo como barrera contar la opresión y el autoritarismo sino también como posibilidad de acción social y realización colectiva. Incorporó a los inmigrantes y a sus hijos a la vida política, fortaleció la soberanía popular a través del sufragio, llevó adelante la reforma universitaria, afianzó la lucha contra todo imperialismo al sostener la igualdad jurídica de las naciones, el principio de autodeterminación y de no intervención.
      La justicia social, que ya se encontraba en la matrices del pensamiento más variado de nuestra sociedad y formaba parte de la tradición cultural y popular, fue levantada como el distintivo del peronismo, junto a las barreras de independencia económica y soberanía popular, enriqueció este camino logrando conquistas sociales muy importantes, le dio el voto a la mujer mediante la ley Nº 13.010, recogió de la historia la bandera de los más humildes.

Alem

      El 1° de julio de 1896 murió Leandro Alem, a quien el destino le fue esquivo desde niño. A los once años el fusilamiento de su padre marcó su vida, o sólo presenció su muerte sino que vio cómo el cadáver de éste –expuesto a la población– se mecía en la horca de un improvisado patíbulo en la plaza mayor. Leandro nunca pudo dejar de ser el hijo del ahorcado, el mazorquero. Estas imágenes tétricas le encandilaban los pasos, lo enceguecían, sólo los días con sentido y los sudores fundamentados lograban consolarlo. También los amigos y las mujeres. Pero un abismo inexorable lo sumía en el vértigo. Le dolía la desproporción entre el tiempo, su tiempo y la tarea. Le dolían los retrocesos y las traiciones. Se sentía estéril, inútil, deprimido, cansado ya de luchar contra “la montaña”. ¿Cómo resistirse a la tentación del vacío, a la caída redentora y definitiva que acababa con el sufrimiento?
      Las balas no pudieron con él en Cepeda, ni en Pavón. Tampoco en el Paraguay o en la Revolución del Parque. La peste de 1870, que le provocó vómitos negros, no pudo doblegarlo. Tal vez, el día que Leandro N. Alem llevó un revólver a su cabeza supo que la soledad no era una fatalidad sino algo que los hombres, sin desearlo, se hacen a sí mismos. Entregó su sangre y los restos de su vida sin saber que la semilla que había sembrado germinaba bajo la tierra, que la fe, que se encargo de difundir encontraría poco después muchos nazarenos. Alem fue un luchador por las conquistas morales, fue el tribuno de la plebe, el profeta, un romántico; su causa fue la de los desposeídos.

Yrigoyen

      Con la muerte de Leandro Alem la U.C.R. entró en letargo hasta que tomó la conducción del partido don Hipólito Irigoyen, quién volvió a la línea principista, de conducta ética y moral de su antecesor; contribuyó a la formulación de los elementos básicos de la ideología radical: la intransigencia, la abstención y la revolución. El primero de ellos tiene que ver con el rechazo de aquellos acuerdos electorales de corto alcance; el segundo elemento, la abstención, significó no participar de los comicios hasta que estos fueran libres, y, finalmente, la revolución como instrumento para llegar a la reparación que significa el reemplazo del corrupto sistema electoral que impedía el libre sufragio.
      Yrigoyen denunció la falta de garantía por parte del gobierno para participar en la contienda electoral, doblegando el pensamiento del presidente Sáenz Peña, logró una ley electoral que garantizaba las condiciones de libertad y lograba el sufragio universal. Esta es la mal llamada Ley Sáenz Peña, que debió llamarse Ley Hipólito Yrigoyen.
      A través de este sistema electoral este ilustre radical ganó los comicios presidenciales de 1916 y 1928. Para resumir su pensamiento podemos decir junto a Gabriel Del Mazo “que la política económica de Yrigoyen se basó en la coordinación de todas las fuerzas sociales bajo la dirección de las representaciones auténticas surgidas de la libertad política. Que su causa era la profunda renovación de los valores éticos de nuestro país, la reconstitución fundamental de su estructura moral y material”. Nadie podrá olvidar que este gran hombre nos enseñó a luchar por un país que mantenga elevados los ideales de libertad, de justicia y de honor y que nos abandonó el 3 de julio de 1933. Siendo despedido por todo el pueblo argentino convocado espontáneamente en reconocimiento a su tarea permanente en defensa de los derechos políticos y sociales.

Perón

      Pasan los años y llegamos a Juan Domingo Perón, quien pensaba que era indispensable ocuparse de las clases bajas. Este joven militar en su paso por Italia había adquirido elementos para tratar de organizar la sociedad argentina de acuerdo a un proyecto propio de alianza de clases, promoviendo el crecimiento nacional a través de la industria, e integrando la clase obrera a la sociedad política. Juan Domingo Perón fortaleció la relación con los sindicatos, estimuló la producción regional. Se puede decir que, de una industrialización espontánea pasó a una planificada desde el Estado. Pero pasaron muchos años que no se pueden resumir en pocas palabras, así que no podemos más que darle su justo valor a este gran hombre que dejara de existir el 1º de julio de 1974 a los 78 años de edad, acompañado por una multitud que, bajo la llovizna, hizo cola durante horas para despedir los restos de su líder en el Congreso de la Nación. Esto quisimos recordar aquí. Estos dos días de julio se llevaron a tres líderes políticos de la Argentina, a quienes vamos a recordar por siempre si queremos luchar por un país digno. La muerte se los llevó, es cierto, pero sus ideales quedaron plasmados para siempre en todos los argentinos. Y para finalizar quisiera dejar esta reflexión:
      â€œMuchos mueren demasiado tarde y otros demasiado pronto, lo que los hombres superfluos ignoran es que debemos morir a tiempo. Quien aspire a la gloria debe despedirse de los honores, y ejercer el arte difícil de marcharse a tiempo. Quien se realiza por completo muere victorioso, así habrá que aprender a morir, en la lucha y prodigando un alma grande” Federico Niestche (Así habló Zarathustra).






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